La vieja puso la cesta en el suelo, apoyada en su pierna, y sacó del haz una vara de orozuz que me ofreció, y que yo no pude coger.
Un nudo en la garganta me impidió dar la debida explicación. Mi actitud se podía interpretar como un rechazo de su obsequio.
Pero la vieja no parecía en absoluto molesta. Cuando se cansó de tener la mano extendida con el palito, la retiró. “No te apures” dijo.
“Me acuerdo bien que te gustaba el orozuz” prosiguió diciendo, “pero crecemos y cambiamos”.
Era Fermina hablando en su tono sentencioso. Los niños la considerábamos un pozo de sabiduría. Menuda y vestida de luto, disfrutaba pontificando ante su audiencia infantil.
A veces se irritaba y nos espantaba como a moscas pegajosas. Pero sus enfados duraban poco tiempo, máxime teniendo en cuenta que nosotros constituíamos el grueso de su clientela. Además, a ella le encantaba disertar y nosotros éramos unos oyentes agradecidos.
Fermina cogió la cesta. Antes de irse dijo: “Aquí estarás bien. Te recuperarás pronto. Los frades hacen milagros”. Y señaló con la cabeza el austero edificio donde habían entrado los enanos. Luego se alejó en compañía del perro.
Los escribanillos daban locas carreras en la laguna sorteando las plantas acuáticas. Se desplazaban a tal velocidad que el choque con un obstáculo parecía inevitable, pero siempre, en el momento justo, daban un quiebro y seguían patinando.
Si sus incontables idas y venidas quedasen trazadas en el agua, el resultado sería un diagrama caótico.
El sol poniente iluminaba los bancales en la ladera del valle. Nunca me había sentido más libre, inmovilizado en unas parihuelas. Nunca había tenido una vivencia de la realidad tan directa y auténtica. ¿Se trataba de percepciones nuevas u olvidadas?
Las aguas del Alfaguara desgranaban sus cantarinas notas en el silencio del atardecer.
Cerré los ojos. Cuando los abrí, aunque no tuviese nada de siniestra, descubrí una aparición de ultratumba.
Paseé la mirada por la residencia de dos plantas con sus dos hileras simétricas de ventanas, por la iglesia con su sobrio campanario, por las casas con soportales sostenidos por pesadas columnas.
Cuando la fijé de nuevo en el individuo que me estaba estudiando con impertinente curiosidad, no pude dudar de su corporeidad.
Durante unos minutos nos examinamos con idéntico descaro. Parecía que no había visto nunca a un accidentado en una camilla. En cuanto a mí, era la primera vez que encontraba a un sujeto de su naturaleza.
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Entrañable fragmento en el que entrelazas con exquisitez un giro de suspenso. Jonás está reviviendo su infancia, su esencia y enfrentando al mismo tiempo su presente. Está en esa brecha entre las zonas física e inmaterial de la realidad, donde ha de encontrar las respuestas de vida que requiere para entender lo vivido al momento, para enmendar lo posible y para continuar.
No quiero agregar más, pues es tu relato el que tiene que hablar por sí solo, el que nos haga leer entre líneas a tus lectores lo que has querido transmitirnos y lo que tus personajes y la trama misma dicen por sí solos, «escapándose de tus manos», como es habitual entre lo que ingenia uno y lo que se termina escribiendo.
Una deliciosa lección de fondo y forma en el arte del buen narrar que es tu prosa, maestro querido.
Un enorme abrazobeso con mucho cariño, para mi hermano-amigo, y gran admiración, para el bardo.
La infancia irrumpe en este tramo del viaje personificada en Fermina, la vendedora de golosinas. Ese orozuz (regaliz o paloduz), que nada tiene que ver con la finca de Rafael y Mariana, que de hecho es un mentís a lo que esa propiedad simboliza, esa varita de orozuz, decía, es el «Rosebud» de Jonás.
Por desgracia, debido a su descalabradura, no puede coger el palito que tan gentilmente le ofrece la vieja.
Esta es la primera materialización que se opera a la entrada del pueblo, junto a la laguna y al muro semiderruido rebosantes de vida. La segunda es otro personaje estrafalario del que Maluenda es el transmisor.
Si la mujer representa una época feliz, el paraíso perdido, el hombre encarna una respuesta, bien radical por cierto.
Como siempre, agradezco tu interpretación o tu divagación que me hace ver con ojos diferentes el episodio en cuestión.
Cada lector renueva la obra. Cada lectura la enriquece. El autor no tiene, ni mucho menos, todas las claves. El texto se le escapa de las manos. Si fuera el dueño de todas las teclas del piano, el interés de la composición decaería grandemente. Mes sincères salutations, cher ami.