Toda mi adolescencia ha sido una lucha sin cuartel para marcar las distancias y, en última instancia, sustraerme a la influencia de mis tíos.
Mi padre era un hombre débil, incapaz de poner las cosas en su sitio. Pero allí estaban mis tíos Julio y Luis para mangonear y disponer.
Crecí, por un lado, sin el apoyo necesario y, por otro, con el temor a ser arrollado, lo cual implicaba una tensión constante.
Vivir en situación de alerta me parecía no ya una injusticia sino una monstruosidad. Por supuesto, no sabía si iba a tener la fuerza necesaria para superar esa prueba.
Es increíble la sensación de vacío que me produce todavía hoy pensar en esos años. Me gustaría experimentar odio, deseos de venganza, pero la verdad es que sólo experimento un vacío interior. Un vacío de muerte que todo lo absorbe y todo lo diluye con superlativa indiferencia. Como si nada de lo que ocurrió tuviera que ver conmigo. Como si fuera posible mantenerse asépticamente al margen, en un estado de inhumana pureza.
A pesar de tener un hijo mayor que yo, el tío Julio se pasaba la vida pidiéndome que lo ayudara. Las pasaba canutas cuando me reclamaba para el transporte de troncos, que eran pesados y difíciles de manejar. Este trabajo me desollaba las manos y me llenaba el cuerpo de magulladuras.
Los troncos parecían estar vivos. Se escapaban, resbalaban, caían sobre un pie… Después de una peonada me dolían los huesos y tenía los músculos entumecidos. Pero lo peor era el abatimiento.
Cuando lo veía entrar resueltamente en la casa paterna, me ponía enfermo. ¿Por qué no le paraban los pies? El tío Julio se comportaban con el despotismo de un sátrapa, como si todo le perteneciera, sin dar explicaciones.
Se colaba de rondón y decía que necesitaba mi ayuda. Yo tenía que dejar lo que estuviera haciendo y acompañarlo.
En esa ocasión estaba preparando un examen. Desde mi cuarto oí que hablaba con mi madre. Ella le informó de que yo estaba estudiando. “Que deje los libros, hay trabajo” respondió él.
Tuve tal descarga de adrenalina que quedé paralizado. Ni siquiera podía sostener el bolígrafo en la mano. Escuché los pasos de mi madre que venía a avisarme. Cuando llegó, me había recuperado un poco. Lo suficiente para responder: “No voy a ir a ningún sitio”.
El tío Julio la había seguido y estaba en la puerta. “Cuanto antes nos vayamos, antes estaremos de vuelta” “Mañana tengo un examen difícil” “No será mucho tiempo” terció mi madre sin saber siquiera de qué trabajo se trataba.
Mi cuerpo, como si hubiese sufrido un súbito proceso de congelación, cesó de emitir señales. Miré mis apuntes, mis libros. Escuché su voz diciendo: “Vamos”. Luego la de mi madre: “Cámbiate antes de irte”. Y otra vez la de él: “Rápido”.

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