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II

En una primera fase Leticia se sumerge en los ensueños y las fantasías. Cultiva esa tendencia que le procura un delicado placer. En una niña de sus características esa entrega resulta natural. Pero no se puede vivir siempre en ese nivel. Hay realidades insustituibles. Por eso ella pasa a la acción.

El sentimiento de culpa aflora inevitablemente. “Un deseo de castigo” dice ella. Descorazonada se pregunta: “¿Es que podré llegar algún día a entender las cosas como los otros?» . Sin duda ese sería el mayor castigo. Ese mismo día, con toda probabilidad, ella se convertiría en uno de ellos. Ese mismo día tendría que renunciar a sí misma.

“Yo oía discutir lo que había que hacer conmigo durante la comida y la cena con completa indiferencia”. Para que la dejen tranquila, Leticia acepta sin rechistar las decisiones que toman personas ajenas a ella, y que creen saber mejor lo que le conviene.

Por su parte, Leticia está convencida de que no vale la pena enfrentase ni discutir. Esto no quita que, como escritora en ciernes, utilice la táctica de llevar a los demás al “terreno de aquellas cosas” que dominan, y sacarles la sustancia. Esta triquiñuela de darles carrete es una forma de aprendizaje que se asemeja a una antropofagia intelectual. También recurre a ella para satisfacer el deseo de niña a la que fascina el discurso de una persona conocedora de un tema en profundidad.

El tiempo transcurre y la protagonista hace una desoladora constatación, que es un aterrizaje. “Me vuelve loca esta soledad; que esté yo aquí con mi desesperación y otros en otro sitio con la suya, y que al mismo tiempo las cosas se queden como estaban. Porque entonces pienso: aquella luz de otras veces, aquel ambiente, no querían decir nada, no estaban hechos para mí”.

Aquel ambiente no estaba hecho para ella. Es después del doloroso proceso que desemboca en la soledad, cuando se da cuenta de esa verdad.

Por fortuna, Leticia encuentra una salida en las historias que prefiere escuchar a contar. “Claro que puedo contárselo, pero si se lo cuento ya no será más que una tontería. En cambio, si me lo contase él a mí…Lo estaba viendo y me parecía una cosa que él me había contado”.

La realidad adquiere relieve en la narración. Escuchando a los demás se puede creer que a ellos les ocurren cosas que a uno nunca le pasa. Se puede caer en la trampa de que ellos tienen historias y uno no. Pero la cuestión no radica ahí sino en la magia del relato.

A Leticia le gusta que le cuenten incluso las cosas que conoce. La seducen los colores con que la imaginación pinta los acontecimientos. De la escucha pasará a la lectura como desafío y a la lucha contra las palabras. “Leer un párrafo y no comprender, volver atrás, seguir adelante y encontrar una frase que se tambalea…”.

Pero vivir sigue siendo un mal negocio. “¿Por qué no le advertirán a uno algo de esto? Tienen por sistema quedarse en la orilla; así los sentía yo, parados detrás de mí, a ver si nada uno en esta agua turbia o si se va al fondo”.

Ellos, más que no querer, no pueden ayudarla porque lo primero es mantener el propio y precario equilibrio. Cuando ven que otra persona se debate a la desesperada, sólo pueden contemplar sus contorsiones y forcejeos. Y más tarde, a toro pasado, tal vez se mesen los cabellos y clamen al cielo.

Así capta Leticia la situación. El mundo de los adultos se le aparece como algo aborrecible. Su corazón no alberga ningún afecto por esas personas que no la sostuvieron. Ella aprendió a nadar sola en “esa agua turbia”.

Leticia concluye sus memorias con amargas reflexiones. “Yo no sé más que morir con el último chispazo de mi energía”. Quizá haya que entender con el último chispazo de su lucidez. Y reniega de la infancia a la que acusa de ser una enfermedad.

El olvido “que sustituye a la vida, al aire que se respira, al tiempo mismo” se perfila como una solución. La tragedia final se resume en “un pequeño estampido”. No queda claro quién es la víctima. Por supuesto, alguien cercano a Leticia Valle. Así acaba la autobiografía de esta niña de doce años.

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I

En su relato la protagonista parte de una experiencia traumática. Reacciona sustrayéndose a la realidad. “No iré por ese camino que me marcan (…), me escaparé por donde pueda y no se darán cuenta”. El camino que escoge tras haber chocado con un mundo en el que no puede vivir, es la introspección.

Con la vista puesta en su interioridad, declara: “Iré hacia atrás; es lo único que puedo hacer”. Ese recurso es un intento de comprensión y un inventario de los hechos que la han conducido a Suiza, a casa de un tío suyo.

Leticia se percata de que no puede confiar en nadie. De ahí “su necesidad de pensar por cuenta propia”. Leticia, que es huérfana de madre, tiene que ser ella misma. Esa es su tarea.

Ha vivido con tal intensidad su infancia que los sucesos posteriores quedan minimizados e incluso anulados. Su capacidad de emocionarse y sorprenderse parece haberse agotado.

La protagonista corre el riesgo de permanecer anclada en el pasado, de encadenarse a unos episodios que, dada su lucidez, la marcaron profundamente. Dice: “No he sentido nunca más nada semejante a aquello”.

Para esta niña inteligente y receptiva el mundo de los adultos sólo es una fuente de confusión y malentendidos. Es un mundo enigmático y angustioso. Leticia descubre pronto la inautenticidad que subyace en el comportamiento de los mayores. Adentrarse en ese mundo es perderse en un laberinto, en un secarral sin puntos de referencia.

Leticia es también calculadora y astuta. Sabe cómo conseguir lo que se propone. Inocente y libre de prejuicios morales, busca la satisfacción de sus propias necesidades, para lo cual pone en juego su mucha habilidad.

Avanzando en esa dirección, se percata de que los adultos están más frustrados que ella, con la diferencia de que no se atreven a luchar por su felicidad.

Las reflexiones que jalonan estas memorias son un ejemplo de la perspicacia de Leticia: “Es maravilloso ese tiempo que se pasa esperando; parece que uno no está en sí mismo, que está haciendo algo para otro, y, sin embargo, se está tan libre”.

La espera es una tregua. La vida queda suspendida por un espacio de tiempo en el que podemos hacer balance de la situación. Ilusionarse está permitido porque lo que se espera o a quien se espera está por venir.

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213.-El presentador, sobrado de complacencia, pagado de sí mismo, quiso pillar al entrevistado con una pregunta sobre un político de signo contrario. El personaje invitado había capeado con gallardía el avieso cuestionario a que había sido sometido. Y ese triunfo molestaba al presentador que creyó ponerlo en un apuro cuando lo instó a decir algo positivo de su contrincante en el poder. Distante y sonriente se quedó esperando la respuesta que no tardó en llegar. Sin inmutarse el otro dijo que carecía de perspectiva, que el tiempo diría si ese gobernante había hecho algo bueno.

214.-Su vida se divide en tres periodos sólo exteriormente diferenciados. En su juventud fue “hippy”. En su adultez se adhirió al “look” obrero. Y ahora se ha convertido en un consumado “hipster”. Viste bien, con toques “vintage”. Repeinado y con gafas oscuras, compone una imagen que puede engañar a quien no lo conozca. Abandonó los estudios. Nunca ha trabajado. Es un “nini” con más de cincuenta años que ha cambiado de apariencia tres veces.

215.-Era un aparatito rectangular, negro, que cabía en la mano. Al principio me pareció una piedra pulida, un adorno para un collar, un colgante. Pero nada de eso era. Le pregunté al chico para qué servía ese invento. Se mostró remiso, como si no se fiara de mí. Esbocé la más encantadora de mis sonrisas e insistí.

“Sirve para indagar en el propio interior. Este dispositivo me permite profundizar en mí mismo en cualquier momento y lugar”.

El muchacho hablaba en serio. No había en su mirada el menor rastro de ironía. Sus palabras sonaban sinceras. No me estaba tomando el pelo. “¿Y qué haces después?”

“Después analizo” “¿Entras dentro de ti para para restablecer tu equilibrio?” “Busco la voz” “¿La voz o la verdad?” “La voz”.

“¿No sería mejor salir fuera?” “La confrontación con los demás es también provechosa. Pero este aparatito impide que me convierta en el muñeco de un ventrílocuo” “¿Alguna cosa más que haya que saber?” “Que nunca hay que forzarse”.

216.-La verdad es una aunque sus percepciones sean variadas, incluso contradictorias. La verdad, por naturaleza y por definición, es y sólo puede ser una.

217.-El entusiasmo (etimológicamente “soplo interior de Dios”, “inspiración o posesión divina”), entendido como “exaltación del ánimo por algo que lo cautiva”, es la condición que valida el trabajo artístico.

218.-La soledad propicia la inspiración, el bullicio la espanta. La primera es la tierra en la que germinan las ideas y chisporrotean las intuiciones. El segundo es estéril y sofocante.

219.-La inspiración es el camino que conduce a la verdadera patria del poeta, a esa tierra resplandeciente en la que la permanencia es siempre breve y problemática. Es el camino que lleva a lo más profundo del alma. En esa región no existe el yo. Es el lugar de la creación, la cual trasciende al individuo que se convierte en un instrumento, en un cauce de expresión.

La genuina alegría que se experimenta en esa inmersión y en esa estancia, es la prueba de la autenticidad de esos momentos. La prueba de que la vida verdadera es esa y no el cúmulo de deseos, inquietudes y expectativas que conforma nuestro diario penar.

220.-La vida y la literatura se entrecruzan inevitablemente en la escritura. No se puede prescindir de ninguna de las dos so pena de caer en el academicismo o en el “reality show”.

221.-La escritura es un acto de afirmación. La pluma, el bolígrafo, el lápiz o el ordenador son puntos de anclaje.

 

 

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csc_0054-2121.-Controlar la impaciencia, la ansiedad. Proceder ignorándolas. Llevar a cabo un trabajo previo. Anotaciones. Ideas que surgen en cualquier momento, y que hay que cazar al vuelo.

Consultar libros, diccionarios. Los detalles concretos son importantes, son los que dan verismo al relato. Desarrollar las anotaciones. Reescribir.

La preparación es un asidero que facilita la redacción. Las anotaciones son las piedras donde uno va pisando para cruzar el río. Son el cable que se tiende sobre el vacío para salvar el desfiladero.

El voluntarismo no es suficiente. Hay que detenerse, anotar, consultar. Hay que hacerlo lo mejor posible.

122.-Darles todas las vueltas necesarias hasta que los relatos sean lo que tienen que ser. Ni disquisiciones ni reflexiones ni descripciones más o menos afortunadas. Hasta que cuajen. Un relato es una historia, por mínima que sea.

Tras la primera redacción y las sucesivas correcciones hasta lograr el punto óptimo narrativo, hay que alejar el relato de uno mismo. Es decir, hay que objetivarlo.

Una vez realizada esta operación, es posible abordarlo con los ojos de un lector completamente ajeno al relato. Esta actitud permite actuar, si se detectan tropiezos y desajustes, sin complacencia ni piedad en su reescritura.

De esta forma se elimina material por no ser ese su sitio, por lastrar el cuento, por ser prescindible (lo cual es siempre una buena razón para darle pasaporte). Ese material no es trabajo perdido. Se puede aprovechar en otros contextos.

Hay que resistir la tentación de querer incluir todo lo que aflora en el proceso creativo. Este, por su propia naturaleza, tiende a ser incoherente y anárquico. Ese deseo de incorporarlo todo, en literatura, es una debilidad.

Incluso hay que ir más lejos. No se trata sólo de podar sin contemplaciones sino de dar una vuelta de tuerca más si eso es posible.

123.-Reescribir es reducir una historia a lo esencial.

124.-Gestiones, compras, viajes. Recorridos iniciáticos. Transformaciones literarias de la realidad.

125.-Conectar los acontecimientos exteriores y los interiores. Los estímulos y los impulsos. Vivirlos, moldearlos.

126.-Todo es ocasión de escribir un relato o un poema.

127.-El héroe-escritor realiza sus trabajos en soledad.

 

 

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50.- Allanar el camino a la creación. Abandonar las expectativas y las exigencias abiertas o encubiertas. Escribir requiere apertura y disponibilidad. La escritura no admite condiciones.

51.-Hay variadas técnicas o tácticas y ninguna es definitivamente efectiva. Cada novela, relato o poema es un descubrimiento. De antemano no se puede saber qué método va a funcionar. El que ha sido válido en una ocasión, se revela inútil en otra. Cuesta trabajo asimilar esta enseñanza porque nos gustaría estar en posesión de la receta aplicable en todos los casos.

52.-Pararse, vivir las rachas de infecundidad hasta encontrar el sendero que permita seguir avanzando hacia la nueva región por explorar.

53.- Corregir es pulir, recrear, optimizar. Corregir es llevar la obra literaria a su punto máximo de eficacia expresiva.

54.-Bloqueos, impasses, esterilidad, travesías del desierto de todo creador. Para dejarlos atrás y alcanzar tierra fértil hay que recorrerlos.

55.-El trabajo literario tiene una vertiente terapéutica a condición de no convertirlo en una moneda de cambio. El trabajo literario es un fin en sí mismo. Tomado de esa forma, nos puede ayudar a sentirnos mejor, a reconciliarnos con nosotros mismos y con nuestro entorno, a equilibrarnos. Si lo tomamos como trampolín o como tribuna, esos beneficios no se producirán. Tal vez se recojan otros frutos pero no ésos.

56.-No se trata de aplicar ideas sino de vivirlas. Tampoco es exacto hablar sólo de ideas, pues el magma creativo se compone también de elementos procedentes de otras instancias psicológicas y espirituales. La totalidad creadora sobrepasa la esfera mental o ideológica.

57.-Pararse. Hacer trabajos preparatorios, limpieza, balance. Desbrozar el camino. Trazar líneas maestras. Tantear. Orientarse. Estas tareas no son escalones o pasos intermedios. Son fines en sí mismas.

58.-El trabajo literario es un acto de servicio a la creatividad. Entendido así, por más altibajos que acontezcan, es siempre estimulante. Es un acto de servicio, no una esclavitud. Es un compromiso, no una condena. Es una elección, no una obcecación. Es una necesidad, no una fatalidad. De esta forma, la obra logra enraizar en los estratos profundos del individuo y de la sociedad.

 

 

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Fragmentos de un poema – 1

1
Escribía ¿recuerdas?
en papeles borrosos
en paredes mugrientas
en cuadernos pizarras
escribía en mis manos
en cortezas de árboles
buscaba los guijarros
las lajas los ladrillos
las losetas partidas
para escribir en ellos

Escribía ¿recuerdas?
en cualquier superficie
rugosa deslustrada
granulosa compacta
que me lo permitiera

Sin saber lo que hacía
festejándote estaba

 

 

 

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                                           II
Llegó a pensar que tal vez no fuese una buena idea llevarse una pintura tan lúgubre a un lugar tan solitario, donde además suponía no le sería necesaria. Allí estaría en contacto con la naturaleza viva, de efectos benéficos similares o superiores.
Hubo momentos en que dudó, en que consideró un error decorar la casita de la huerta, tan luminosa, enclavada a orillas del río Tremedal, con ese lienzo que ni siquiera era original.
Pero desechó sus reparos argumentando que, por contraste con el entorno, el cuadro podía adquirir nuevos significados. Incluso le pareció una travesura. Una broma que se gastaba a sí mismo.
Él iba al encuentro de su propia naturaleza, la que había aflorado en su infancia, y que más tarde había arrinconado, ignorado o ajustado a las expectativas sociales.
Aparte de su trabajo de programador informático que seguiría realizando desde la huerta, la lectura sería su principal actividad.
De hecho, los libros tenían para él más peso que la propia realidad, eran un mundo en que se sentía a gusto, pues le permitían la suficiente distanciación para sopesar y comprender los pros y los contras de las acciones humanas, de suyo tan impredecibles y contradictorias.
Un buen libro, qué duda cabía, era preferible a una conversación anodina. El primero dejaba tras sí una estela de satisfacción, un regusto placentero, la certidumbre de un aporte de sabiduría, mientras que la segunda, si no caía inmediatamente en el olvido, quedaba flotando como una nube de humo acre.
Los diálogos imaginarios con los autores habían ido desplazando a los diálogos de sordos que normalmente se entablan con los demás, sobre todo, como tenía comprobado, con los supuestos amigos y con la familia.
La autenticidad de la lectura era superior a la de las otras parcelas del mundo real.
A esta ocupación había que sumar los sueños. La lectura era la tierra de la que brotaban por encanto, era su caldo de cultivo. Leer y soñar eran actividades inextricablemente unidas, superpuestas, imbricadas como las tejas de un tejado. Leer y soñar eran vasos comunicantes que se alimentaban recíprocamente.
Un libro era una ocasión de soñar de la misma forma que un sueño abocaba a un bosquejo mental, el cual podía ser el embrión de otro libro o de cualquier otro proyecto.
Ésta fue otra de las razones de su retiro. En su interior, espontáneamente, había ido cobrando forma el deseo de escribir, de pergeñar su propio universo. Como les había ocurrido a tantos antes y les seguiría ocurriendo después que a él, quiso dejar constancia por escrito de lo que bullía en su cabeza y en su corazón. Quiso modelar sus sueños, trazar los planos de las ciudades que se perfilaban en su horizonte mental.

 

 

 

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3.-No se trata de lo que uno quiere, de esa amalgama de elucubraciones, deseos, ensoñaciones y buenos propósitos que afloran mientras damos un paseo o tomamos una copa, sino de lo que tiene que ser.
Ciertamente se parte de algo, de una idea, de una intuición, de un impulso que emerge, de una apertura a la creatividad, de un aldabonazo interior al que no se sabe si acudir y abrir la puerta para ver quién llama y qué quiere, o si olvidarse de ese requerimiento intempestivo del que uno sospecha que sólo va a traer trabajo y sinsabores.
Ciertamente hay algo que pugna por encontrar su camino, por ser expresado o rescatado y por eso golpea la puerta o tiende la mano.
Si uno accede a abrirla o a estrecharla, si uno acoge esa idea, ese sentimiento, ese impulso, que son ellos mismos, no lo que tú quieres que sean o lo que tu fantasía te dicte, que no son el encaje de bolillo que tu funcionamiento imaginativo se apresura a hacer con esos hilos, si uno acepta que esa idea, sentimiento o impulso son un embrión con la capacidad de desarrollarse por sí solos, es un craso error pretender adueñarse de ellos como si fueran monedas que uno encuentra en la calle, y se guarda en el bolsillo para gastarlas en lo que le apetezca.
Es un craso error pretender dirigirlos como niños o animales perdidos porque no son ni una cosa ni otra. O pretender encauzarlos porque, en el caso de que fueran ríos, ¿quién mejor que ellos conocen su propio curso?
Somos nosotros quienes debemos recorrer esos caminos y no arrogarnos jactanciosamente el papel de ingenieros.
Esta actitud implica confianza y disponibilidad.
El problema del bloqueo sobreviene cuando uno se cree un consumado jinete, cuando las riendas adquieren más importancia que la montura y, de hecho, el caballo se reduce a ese par de correas de las que uno tira a derecha o a izquierda con la arrogancia de quien se considera el amo. Poco tiene que ver el proceso creativo con esa obcecación.
El corcel corre, nos lleva. Nosotros mantenemos el equilibrio y controlamos nuestro temor al extravío o al descalabro.
Pero, por más más vueltas que dé, por más que avance o retroceda haciéndonos dudar de su instinto e incitándonos a conducirlo según nuestro buen saber y entender, o sea, según nuestros esquemas, prejuicios y expectativas, es él quien sabe adónde hay que llegar.
Es posible que ese brote necesite ciertas atenciones, por ejemplo, un trabajo preparatorio (recopilación de datos, comprobaciones…). Pero esa labor, pese a tener su importancia, no deja de ser secundaria. Son los arreos del caballo y las provisiones del jinete.
Son las disposiciones que uno toma antes de emprender la cabalgada. Pero el hecho de escribir, la zambullida en la creación, es otra cosa.

 

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Ésta fue la respuesta que dio Sylvia Plath cuando le preguntaron por qué escribía. La única respuesta que puede dar quien se ve abocado a la literatura como tabla de salvación. Tabla que a la autora norteamericana, de exacerbada sensibilidad, no logró sostener tampoco.

¿Preguntas por qué me paso la vida escribiendo?
¿Y si me divierte hacerlo?
¿Si vale la pena?
¿Y, sobre todo, si es lucrativo?
Si no, ¿qué otra razón puede haber?

Escribo tan sólo
Porque hay una voz en mi interior
Que no se callará nunca.

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A veces
recibo cartas
de países lejanos,
de ciudades extrañas.

Estas cartas me llegan
de infrecuentes maneras.
En verdad el cartero
nunca me las entrega.
Me las traen las nubes
que el sol poniente incendia,
o cuando cae la noche
la lechuza que vuela.
Me las traen el viento,
la lluvia, las estrellas.

Son cartas imposibles,
escritas por quién sabe,
que se acuerda de mí
de tarde en tarde.

Y veo su sonrisa
-casi puedo decir-
cuando coge la pluma
y se pone a escribir.

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