A lo largo de los meses que estuve visitando al psicólogo, conocí de refilón a otros pacientes.
Rara vez intercambiábamos saludos. Por mínima o banal que fuese, nunca mantuvimos una conversación.
Los veía fugazmente cuando salían de la consulta, o sentados en el sofá cuando yo acababa la sesión y me iba.
Así y todo, me familiaricé con algunas caras.
Si coincidíamos, invertíamos el tiempo en hojear las revistas. Era una actitud peculiar. En la antesala del dentista o del oftalmólogo, los enfermos hacen comentarios, dan su opinión. Incluso los hay que no paran de hablar de sus males y de sus experiencias médicas. Semejante desinhibición era impensable en la sala de espera del psicólogo, donde imperaba la tendencia a ignorarse.
Una señora, en cuanto se acomodaba, sacaba de su bolso un transistor que encendía y se pegaba a la oreja. Dicha mujer no venía sola. La acompañaba un hombre, a cuyo brazo se agarraba. Ambos tenían en el anular una alianza de oro, por lo que deduje que estaban casados. Los dos permanecían silenciosos, él con la mirada perdida y ella escuchando el aparatito.
Estos cincuentones tenían una inquietante semejanza. A primera vista parecían bastante diferentes.
Él tenía una extensa calva circundada de pelos grisáceos. Ella, una cabellera espesa y ondulada que le cubría la cabeza como un casco. No descarté que se tratara de una peluca.
El hombre tenía la tez coloradota y las facciones aniñadas. Los rasgos de la mujer correspondían a una persona de su edad, aunque eran difusos, como si alguien hubiese pasado una esponja húmeda por las principales líneas reduciendo el conjunto a una máscara neutra.
El infantilismo del marido se traslucía en su actitud de confiado abandono. En ella se advertía un envaramiento en consonancia con su recelo.
Él parecía amable hasta el servilismo. Ella marimandona, con tendencia a mangonear y a hacer valer sus achaques.
Desde luego, no radicaba en estas disparidades el desasosiego que experimentaba en su presencia.
Ambos poseían la misma cualidad mimética de confundirse con el entorno. Como no se movían ni hablaban, se tenía la impresión de que eran dos peluches gigantescos. Dos muñecos de tamaño natural que formaba parte de la decoración de la sala.
Sus holgadas ropas no lograban disimular la blandura de sus carnes, la falta de consistencia de su relleno.
Comprobé estupefacto que sus características eran intercambiables. La mujer se podía apropiar del aniñamiento de su cónyuge y parecer una muchachita que hubiese crecido desproporcionadamente. El marido podía adoptar una rigidez de movimientos que contrastaba con su halo de mansedumbre.
Una larga convivencia vegetativa los había expuesto a sufrir influencias recíprocas que habían debilitado sus respectivas personalidades. Potenciada por la falta de acicates externos, la fusión se había consumado y ambos constituían el duplicado de un solo ser.
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