XX
Algunas mujeres se echaban aire con un abanico que abrían y cerraban con movimientos bruscos. Pero este remedio servía de poco. En todos los corrillos se hablaba de la ola de calor. No se podía dormir. Sólo apetecía empinar el botijo. Como las condiciones atmosféricas no cambiasen pronto, no iba a quedar con vida un anciano en el pueblo. A continuación las vecinas procedían a un recuento de las defunciones. A menudo un suspiro rubricaba sus intervenciones.
Sólo los niños vivían ajenos al hecho de que, desde principios de julio, se había franqueado la barrera del insomnio. Las diarreas y otros trastornos estaban a la orden del día. Pero, aun sufriéndolos, aun sudando no menos sino más debido al constante ejercicio físico, no se ofuscaban. La emoción del juego prevalecía sobre cualquier otro interés o consideración, así como sobre los consejos de los mayores que, en sus diversas variantes, se reducían a uno solo: estarse quietos.
Si al niño de cara caballuna, inmerso en la segunda ronda de vueltas, le hubiesen preguntado lo que experimentaba en ese momento, con seguridad no habría respondido “calor”. Ni él ni los otros participantes.
El niño de cara caballuna estaba ebrio de felicidad. Era tan grande su satisfacción que no le cabía en el pecho, desbordándosele por los ojos que despedían chispitas malignas. Su única preocupación consistía en que la víctima no se percatase de la granujada en ciernes.
A estas alturas, que los demás levantasen la cabeza, no sólo no le importaba sino que contaba con ello. Así tendría ocasión de transmitirles mediante miradas y visajes, en un primer intento de complicidad que fue captado por pocos, y a renglón seguido por el método más expeditivo de señalar con el dedo al niño zangolotino, el mensaje que, de no protestar, los involucraría en la jugarreta.
Todos guardaron silencio en espera del desarrollo de los acontecimientos. Codazos a diestro y siniestro habían servido para poner sobre aviso a los cumplidores de las reglas que, cabeza gacha, permanecían en la ignorancia. Todos estaban al tanto de lo que iba a ocurrir salvo el antagonista del lance.
El zangolotino, aunque nada sospechase, inspeccionaba a menudo, en un radio lo más amplio posible, el espacio a sus espaldas. No le cabía duda que la vez anterior la correa había sido colocada más lejos.
Ciertos trucos estaban permitidos. Se había dado el caso de no encontrar la correa por tenerla muy cerca del cuerpo. Pero las posibilidades eran muy limitadas. Se trataba, en definitiva, de un juego de agilidad y rapidez.
El zangolotino, que era concienzudo, después de pasar sus manos desde los muslos a la rabadilla, donde ambas se juntaban, las lanzaba hacia atrás explorando el terreno palmo a palmo hasta donde alcanzaban sus brazos.
Al niño de cara de caballo se le ofrecían dos opciones, una de ellas a desechar. O bien dejaba la correa dentro del área reglamentaria y echaba a correr para que le diese tiempo a recuperarla antes de ser hallada, con lo cual se descubriría él mismo, pues el súbito cambio del trote cochinero al galope tendido sólo podía significar una cosa. O bien hacía lo que ya había hecho: poner entre el predestinado y la correa la distancia necesaria para no verse obligado a prescindir de su paso corto.
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Siento mucha ternura por él. Quiero que se quede siempre niño.
El niño que fue, el niño que todos hemos sido, sigue viviendo dentro de nosotros cuando crecemos, cuando nos convertimos en adultos. ¿Cómo, si no, íbamos a poder seguir caminando?
En su nombre te agradezco esa ternura que sientes por él. Un abrazo.
Tienes toda la razón, la lectura de las aventuras del niño Zangalotino invariablemente hacen que emerja desde el interior y cobre vida esa etapa que nunca se extingue y trae sensaciones que añoramos e impulsan nuestro andar…
Lástima que está llegando a su fin..
Un abrazo.
La infancia, que es una etapa fundamental, probablemente la piedra angular del individuo, y las que le siguen, no caducan como las latas de conserva. Siempre están ahí, actuando de una u otra manera, emergiendo en determinadas circunstancias, configurándonos. Basta leer tu última entrega de Historias de Palabras para comprobarlo. La vida en casa de tus abuelos maternos tiene similitudes con la descrita en El Niño Zangolotino, aunque la naturaleza allá, en tu país, sospecho que es más exuberante.
Desde luego, tempranas experiencias, casi de carácter inefable, místico, como la de contemplar el cielo estrellado en el silencio nocturno que los grillos no rompen sino profundizan, son un precioso don cuyos benéficos efectos se extienden hasta el final de nuestros días. Un abrazo.
Ahora comprendes por qué me conmueve tanto leer tu historia desde el primer momento que topé con ella.
Cada apartado de tu blog lo disfruto por la manera clara, directa y concreta de comunicar, y por remarcar las encrucijadas que tiene la vida y lo que nos aguarda al cruzarlas. De la maldad siempre quisieramos salir libres, lo mismo le deseo al niño Zangolotino en el próximo capítulo.
Que tengas buen fin de semana..
Gracias, Demiannicolas, por tu valoración del blog. Lo mismo te deseo.