Dejé la plaza y me interné en el entramado de calles que trepaban por la falda del monte.
A la puerta de las casas había viejas de luto sentadas en sillas bajas. No había en su vestimenta una sola nota de color. Negros eran los pañuelos anudados debajo del mentón, las toquillas, los delantales, las medias y las babuchas.
Solas o acompañadas, permanecían mudas. A veces lanzaban un suspiro que testimoniaba su pertenencia al mundo de los vivos. Estos seres, a los que la edad había marchitado y cuyos rostros eran apenas visibles, participaban ya del reino de las sombras.
Pese a que todos los indicios apuntaban a un desapego de los asuntos terrenales, esta impresión era engañosa. Sus taimados ojillos no se apartaban de mí.
Cansado de deambular, me acerqué a dos viejas para preguntarles por dónde se iba al taller. Ambas eran regordetas y tenían la cabeza agachada.
Esperé la respuesta sin que esta llegase. Me aclaré la voz e insistí.
Una de ellas rebulló y se puso a proferir incoherencias y a espurrear saliva.
“¿No ve que la pobre no puede hablar?” dijo la otra en un tono poco amistoso. Y añadió: “Después del último arrechucho no es capaz de hilar dos palabras de corrido, ni tampoco es bueno que malgaste sus escasas energías en intentarlo. Estuvo en un tris de irse al otro barrio. El médico le ha prohibido alterarse” “Lo siento”.
“¿Usted es forastero?” “Sí, de Sevilla” “Una vez estuve allí”. La enferma empezó a mascullar.
“¿Ve usted lo que le digo? Se excita cuando hay un extraño, y eso no le conviene” “¿Podría indicarme cómo se llega al taller?” “¿No se da cuenta de que si sigue aquí le va a dar un ataque?”.
La anciana abotargada había erguido el cuello trabajosamente y contraía los músculos faciales en penosas muecas que le desfiguraban la cara. Sus tentativas de romper a hablar se traducían en visajes y temblores.
Vagué un buen rato sin atreverme a abordar a otra vieja. Pero como no encontraba el camino, no tuve más remedio que volver a preguntar.
No sin recelo me dirigí a una octogenaria enjuta. Estaba destocada. Sus cabellos eran cortos y canosos. Su aspecto era menos siniestro que el de sus convecinas.
“Tiene que coger por la primera calle a la derecha, subir la cuesta…”
La viejecita apergaminada tenía una dicción ronca en discordancia con su pequeñez. Cuando terminó de darme la explicación, la repetí para que me corrigiera si me equivocaba. Luego le di las gracias.
Seguí sus instrucciones al pie de la letra. No salía de mi asombro. Tuve que rendirme a la evidencia de que me había engañado.
Me senté en un poyete y consideré mi situación. Estaba dando bandazos en un barrio cuyas habitantes no iban a prestarme ayuda.
Tras reflexionar resolví volver al centro del pueblo, donde la gente parecía fiable.
Por el placer de ratificar la indignidad de las viejas pregunté por tercera vez. La nueva información me llevó a una plazoleta con una farola en el centro.
Estuve allí un rato, disfrutando de la soledad, antes de encaminarme al Casino Cultural.
Decidido a ignorar la presencia de esas momias enlutadas, eché a andar mirando al frente. Iba como un soldado que participa en un desfile. Las viejas se habían metido en sus casas y habían cerrado las puertas.
Al doblar una esquina descubrí en mitad de la calle a García Silva. Me paré en seco.
Tenía los brazos caídos y oscilantes, las piernas separadas. Del cuello le colgaban filamentos de piel. Un apéndice triangular ocupaba el lugar de la cabeza. Esta aleta tendría diez centímetros de alta. Su textura era semejante a la del hígado pero más pálida.
Los dos permanecimos inmóviles. Yo no atinaba a decir ni a hacer nada.
Fue él quien se puso en movimiento. Se desplazaba con la punta de los pies hacia fuera, a un ritmo nervioso, con el cuerpo recto, ayudándose de las manos.
Retrocedí varios pasos. Sus dedos descoloridos me recordaban esas plantas de tallos blanquecinos que mal que bien medran en los sótanos húmedos.
Desde una profundidad cavernosa me llegó la voz de García Silva que resonó en mi interior.
Se acercó un poco más. Luego empezó a contarme una historia.
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Muy buena la descripción de esas viejas de negro tan típicas de los pueblos españoles.
Desde que llegaron a Aracena la historia tiene un aire a Pedro Páramo. Ya otras veces me lo ha recordado.
Esa asociación es halagüeña y, por supuesto, no es gratuita. El universo creado por Juan Rulfo es onírico, como lo es también este viaje y la Aracena en la que transcurre esta última parte del relato.
Me repito una vez más, Antonio: es un placer leer tus descripciones, se trate de personas, entornos o sensaciones (por cierto, el diálogo de las ancianas, en la que la más sana se erige en portavoz de la que ha estado a punto de abandonar este mundo, no tiene desperdicio: me pregunto qué excitará más a esta última, si la consulta del forastero o los exabruptos de su compañera). Consigues mantener la tensión a lo largo de todo el relato, y no es nada fácil. ¿Cuál será esa nueva historia? Un abrazo y ¡buena semana!
Gracias, Carmen. La curiosidad de las mujeres de los pueblos es a veces descarada, hay comadres que se te quedan mirando como si estuvieran pidiéndote una explicación. Esa actitud no es achacable a la falta de distracciones. Creo que esa situación está cambiando.
Las viejas del relato son especiales. En general tengo buen concepto de las mujeres mayores, empezando por mi propia abuela materna que también se vestía de negro. Pero en este episodio se comportan malvadamente. Un abrazo.
Jo, este capítulo es muy inquietante!
Enfrentarse a alguien que en lugar de cabeza tiene un apéndice triangular no es algo tranquilizador, ni tampoco lo es su manera de desplazarse. Esperemos que la sangre no llegue al río.
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#relatos
Gracias por rebloguear. Saludos cordiales.