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24

Me senté en una piedra redondeada. Estaba cansado, había perdido a mis amigos, tenía el coche en el taller y habían intentado liquidarme.

Incapaz de decidir nada, me abismé en la contemplación de ese aparato de fuselaje maltrecho que tenía ante mí.

García Silva trató de llamar mi atención restregando la suela de los zapatos por el suelo. En vista de que no lograba resultado, se puso a dar patadas a los guijarros. Por fin su voz resonó en mi cabeza.

“¿Sabes lo que le pasó a esa avioneta?”.

Ni lo sabía ni me importaba. Tras una prolongada pausa respondí: “No” “Tuvo una avería” “Esas cosas ocurren”.

“Le fallaron los frenos. El dueño dijo que no valía la pena arreglarla. En definitiva se trataba de un cacharro viejo.

“La guardaron en el cobertizo y los niños empezaron a jugar con ella. La sacaron de nuevo a la pista y la empujaban de un lado para otro. Se metían en la cabina, se encaramaban a las alas y hacían girar las aspas con las manos. Y un día la despeñaron por este terraplén”.

Me levanté y dije: “Tengo que ir a recoger mi coche. Me pediste que te acompañase a este lugar y accedí. Ahora te toca llevarme al taller. Si el seíta está a punto, podemos dar una vuelta”.

García Silva aceptó. Por el camino empecé a considerar una serie de inconvenientes. ¿Y si no quería bajarse cuando acabase el paseo? ¿O este le parecía demasiado corto? ¿O se empeñaba en conducir?

Por otro lado estaban mis compañeros, a los que tenía que localizar. Había hecho mal en comprometerme, pero mi conciencia no me atormentaría si, cuando llegase el momento, le daba esquinazo.

Por lo pronto no podía prescindir de su ayuda. Cuando vi el taller, me adelanté y fui a hablar con los mecánicos.

“Todavía nos queda tarea” dijo el mayor de ellos. “¿Mucha?”.

El hombre sacó un cigarrillo del paquete, lo encendió y aspiró una bocanada. Sólo entonces se dignó responder.

“Esto va para largo” “Pero usted me dijo que lo arreglaría hoy mismo”.

Como no replicara nada, añadí: “El coche me hace falta”.

El mecánico siguió fumando como si tal cosa. Esa cachaza me atacó los nervios.

“Si es cuestión de dinero, estoy dispuesto a pagar lo que me pida” “Le voy a cobrar lo que tenga que cobrarle, ni una peseta más” afirmó al tiempo que expulsaba una nube de humo.

Y concluyó sentenciosamente: “Ustedes, los jóvenes, siempre tienen prisa. En la vida surgen problemas que no podemos resolver a nuestro antojo”

Sólo faltaba que se pusiera a sermonearme.

“Su coche tiene una avería más grave de lo que habíamos pensado”. Y tras dar una calada al pitillo añadió: “La reparación va a durar, como mínimo, dos días”.

Si me hubiese anunciado el fin del mundo, no me habría sentido más consternado.

“Eso no puede ser”.

El mecánico se encogió de hombros, dio una última calada y arrojó la colilla al suelo. Luego se volvió y dio algunas instrucciones a su ayudante.

 

 

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21

Dejé la plaza y me interné en el entramado de calles que trepaban por la falda del monte.

A la puerta de las casas había viejas de luto sentadas en sillas bajas. No había en su vestimenta una sola nota de color. Negros eran los pañuelos anudados debajo del mentón, las toquillas, los delantales, las medias y las babuchas.

Solas o acompañadas, permanecían mudas. A veces lanzaban un suspiro que testimoniaba su pertenencia al mundo de los vivos. Estos seres, a los que la edad había marchitado y cuyos rostros eran apenas visibles, participaban ya del reino de las sombras.

Pese a que todos los indicios apuntaban a un desapego de los asuntos terrenales, esta impresión era engañosa. Sus taimados ojillos no se apartaban de mí.

Cansado de deambular, me acerqué a dos viejas para preguntarles por dónde se iba al taller. Ambas eran regordetas y tenían la cabeza agachada.

Esperé la respuesta sin que esta llegase. Me aclaré la voz e insistí.

Una de ellas rebulló y se puso a proferir incoherencias y a espurrear saliva.

“¿No ve que la pobre no puede hablar?” dijo la otra en un tono poco amistoso. Y añadió: “Después del último arrechucho no es capaz de hilar dos palabras de corrido, ni tampoco es bueno que malgaste sus escasas energías en intentarlo. Estuvo en un tris de irse al otro barrio. El médico le ha prohibido alterarse” “Lo siento”.

“¿Usted es forastero?” “Sí, de Sevilla” “Una vez estuve allí”. La enferma empezó a mascullar.

“¿Ve usted lo que le digo? Se excita cuando hay un extraño, y eso no le conviene” “¿Podría indicarme cómo se llega al taller?” “¿No se da cuenta de que si sigue aquí le va a dar un ataque?”.

La anciana abotargada había erguido el cuello trabajosamente y contraía los músculos faciales en penosas muecas que le desfiguraban la cara. Sus tentativas de romper a hablar se traducían en visajes y temblores.

Vagué un buen rato sin atreverme a abordar a otra vieja. Pero como no encontraba el camino, no tuve más remedio que volver a preguntar.

No sin recelo me dirigí a una octogenaria enjuta. Estaba destocada. Sus cabellos eran cortos y canosos. Su aspecto era menos siniestro que el de sus convecinas.

“Tiene que coger por la primera calle a la derecha, subir la cuesta…”

La viejecita apergaminada tenía una dicción ronca en discordancia con su pequeñez. Cuando terminó de darme la explicación, la repetí para que me corrigiera si me equivocaba. Luego le di las gracias.

Seguí sus instrucciones al pie de la letra. No salía de mi asombro. Tuve que rendirme a la evidencia de que me había engañado.

Me senté en un poyete y consideré mi situación. Estaba dando bandazos en un barrio cuyas habitantes no iban a prestarme ayuda.

Tras reflexionar resolví volver al centro del pueblo, donde la gente parecía fiable.

Por el placer de ratificar la indignidad de las viejas pregunté por tercera vez. La nueva información me llevó a una plazoleta con una farola en el centro.

Estuve allí un rato, disfrutando de la soledad, antes de encaminarme al Casino Cultural.

Decidido a ignorar la presencia de esas momias enlutadas, eché a andar mirando al frente. Iba como un soldado que participa en un desfile. Las viejas se habían metido en sus casas y habían cerrado las puertas.

Al doblar una esquina descubrí en mitad de la calle a García Silva. Me paré en seco.

Tenía los brazos caídos y oscilantes, las piernas separadas. Del cuello le colgaban filamentos de piel. Un apéndice triangular ocupaba el lugar de la cabeza. Esta aleta tendría diez centímetros de alta. Su textura era semejante a la del hígado pero más pálida.

Los dos permanecimos inmóviles. Yo no atinaba a decir ni a hacer nada.

Fue él quien se puso en movimiento. Se desplazaba con la punta de los pies hacia fuera, a un ritmo nervioso, con el cuerpo recto, ayudándose de las manos.

Retrocedí varios pasos. Sus dedos descoloridos me recordaban esas plantas de tallos blanquecinos que mal que bien medran en los sótanos húmedos.

Desde una profundidad cavernosa me llegó la voz de García Silva que resonó en mi interior.

Se acercó un poco más. Luego empezó a contarme una historia.

 

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15

El cochambroso taller, situado en la parte alta del pueblo, ocupaba una nave con tejado de uralita y paredes de ladrillos sin enfoscar, que había sido antes un gallinero. Las ventanas seguían cubiertas con un paño de tela metálica enmohecida. La única reforma era la relativa al hueco de la puerta que había sido agrandado.

La primera impresión no era alentadora, pero en ese taller disponían de coche grúa y habían accedido a reparar la avería del seíta en el mismo día.

Desde allí arriba se divisaba una buena panorámica de Aracena. Mientras mis tres compañeros disfrutaban de la vista, me di la vuelta y contemplé a un grupo de chavales que jugaban al fútbol.

Luego examiné las maquinarias herrumbrosas que había en la explanada. Sobre cuatro tocones mugrientos, al lado de un montón de hierros retorcidos, se erguía el chasis de un automóvil.

Toda esa chatarra llevaba tanto tiempo a la intemperie que estaba incrustada en la tierra y, alrededor de ella, crecían las ortigas y las lechetreznas.

“No te gusta demasiado este sitio, ¿verdad?” me preguntó Luisa. “La verdad es que no” “Lo importante es que esa gente haga su trabajo pronto y bien” dijo Pedrote.

“Por si las moscas, tendríamos que informarnos del horario de autobuses” terció Carmelina. “Yo no me voy a ir sin el coche” “Supón” planteó Luisa “que no tienen la pieza de recambio que hace falta. No vamos a quedarnos aquí hasta que la traigan, compréndelo”

“Por lo pronto vamos a esperar a que vengan los mecánicos con el seíta. Cuando le echen una ojeada y nos comuniquen lo que sea, hablamos” “Claro” dijo Pedrote. “Además, ninguno de nosotros conoce Aracena…”

“Yo sí” lo interrumpió Luisa. “Bueno, sólo tú” “Yo también. Pero hace tantos años que no me acuerdo de casi nada” “Lo que quiero decir, si me dejáis acabar, es que podemos dar un paseo y visitar los alfares” “Me encanta ver modelar el barro” comentó Luisa ahuecando las manos y dando forma a una vasija imaginaria.

Al poco tiempo apareció un land rover que traía enganchado al seíta. Los niños dejaron de jugar y observaron cómo el coche grúa describía un semicírculo y se paraba ante la puerta del taller.

Dos hombres de mediana edad bajaron de la cabina. Uno de ellos, con movimientos pausados, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa y encendió uno. Entretanto, el otro giraba la manivela de la grúa, desenroscaba tornillos e iba de aquí para allá con una llave inglesa en la mano.

Cuando el segundo mecánico acabó su trabajo, el primero arrojó la colilla al suelo y la aplastó con el zapato.

Me acerqué al seíta. Inspiraba lástima junto a ese batiburrillo de máquinas arrumbadas.

El cochecito de color verde botella tenía el aspecto de una oruga torpona. También sentía inquietud. No sabía cómo explicar la ausencia del motor y esa sería la primera pregunta que tendría que responder.

No me había atrevido a revelar este dato a mis amigos, pero ya no era posible seguir manteniendo el secreto.

 

 

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El ocioso se detuvo ante el taller de bicicletas. Apoyando una mano en el quicio de la puerta, se quedó observando cómo el mecánico se afanaba en la reparación de un velocípedo cuyo cuadro estaba torcido. En ese momento trataba de enderezar el manillar. “Difícil está eso” dijo el paseante en villa. El dueño del taller se irguió pero no replicó nada. “Menudo porrazo ha dado ese corredor. Ha dejado a la burra para el arrastre” añadió.
Uno y otro eran conocidos del barrio. Por eso el mecánico no se molestó en dar ninguna explicación. Encendió un cigarrillo y expulsó una bocanada de humo mientras examinaba con ojo crítico la maltrecha bicicleta.
Luego, fijando la mirada en el holgazán, le espetó: “¿Y tú qué haces?”. Encogiéndose levemente de hombros el otro respondió: “Aquí me ando”.

 

 

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