El cochambroso taller, situado en la parte alta del pueblo, ocupaba una nave con tejado de uralita y paredes de ladrillos sin enfoscar, que había sido antes un gallinero. Las ventanas seguían cubiertas con un paño de tela metálica enmohecida. La única reforma era la relativa al hueco de la puerta que había sido agrandado.
La primera impresión no era alentadora, pero en ese taller disponían de coche grúa y habían accedido a reparar la avería del seíta en el mismo día.
Desde allí arriba se divisaba una buena panorámica de Aracena. Mientras mis tres compañeros disfrutaban de la vista, me di la vuelta y contemplé a un grupo de chavales que jugaban al fútbol.
Luego examiné las maquinarias herrumbrosas que había en la explanada. Sobre cuatro tocones mugrientos, al lado de un montón de hierros retorcidos, se erguía el chasis de un automóvil.
Toda esa chatarra llevaba tanto tiempo a la intemperie que estaba incrustada en la tierra y, alrededor de ella, crecían las ortigas y las lechetreznas.
“No te gusta demasiado este sitio, ¿verdad?” me preguntó Luisa. “La verdad es que no” “Lo importante es que esa gente haga su trabajo pronto y bien” dijo Pedrote.
“Por si las moscas, tendríamos que informarnos del horario de autobuses” terció Carmelina. “Yo no me voy a ir sin el coche” “Supón” planteó Luisa “que no tienen la pieza de recambio que hace falta. No vamos a quedarnos aquí hasta que la traigan, compréndelo”
“Por lo pronto vamos a esperar a que vengan los mecánicos con el seíta. Cuando le echen una ojeada y nos comuniquen lo que sea, hablamos” “Claro” dijo Pedrote. “Además, ninguno de nosotros conoce Aracena…”
“Yo sí” lo interrumpió Luisa. “Bueno, sólo tú” “Yo también. Pero hace tantos años que no me acuerdo de casi nada” “Lo que quiero decir, si me dejáis acabar, es que podemos dar un paseo y visitar los alfares” “Me encanta ver modelar el barro” comentó Luisa ahuecando las manos y dando forma a una vasija imaginaria.
Al poco tiempo apareció un land rover que traía enganchado al seíta. Los niños dejaron de jugar y observaron cómo el coche grúa describía un semicírculo y se paraba ante la puerta del taller.
Dos hombres de mediana edad bajaron de la cabina. Uno de ellos, con movimientos pausados, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa y encendió uno. Entretanto, el otro giraba la manivela de la grúa, desenroscaba tornillos e iba de aquí para allá con una llave inglesa en la mano.
Cuando el segundo mecánico acabó su trabajo, el primero arrojó la colilla al suelo y la aplastó con el zapato.
Me acerqué al seíta. Inspiraba lástima junto a ese batiburrillo de máquinas arrumbadas.
El cochecito de color verde botella tenía el aspecto de una oruga torpona. También sentía inquietud. No sabía cómo explicar la ausencia del motor y esa sería la primera pregunta que tendría que responder.
No me había atrevido a revelar este dato a mis amigos, pero ya no era posible seguir manteniendo el secreto.
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Como siempre, aprovecho el café mañanero con el que divido mi jornada laboral para leer tu «Viaje a Aracena». En esta ocasión, aparte de gustarme tanto como siempre (algo que doy por descontado) me ha retrotraído a un viaje veraniego por el «desierto» almeriense, en mi propio seíta, a las dos de la madrugada, con el coche cargado de niños peleones (es increíble la cantidad de ellos que pueden entrar en ese minúsculo vehículo). El coche se averió en medio de la nada más absoluta y yo creí morir… hasta que descubrí a pocos metros un chamizo solitario (que nada tenía que envidiar al que describes) en el que un mecánico trabajaba a esa hora o deshora. El buen hombre no solo arregló el coche, sino que hubo de construir con sus propias manos una pieza rota que ya no se fabricaba. Aún hoy me cuesta creerlo. Debo reconocer que el final de este capítulo me ha hecho sonreír porque, después de todo lo que han pasado, ¿preocupa al protagonista una menudencia como la desaparición del motor? Un abrazo, Antonio.
Gracias por este y por tus anteriores comentarios. Me encantan todos. Y me gratifica que la lectura de estos capítulos, junto con el café, te sirva de bisagra para proseguir tu jornada laboral.
Seguro que ese viaje almeriense fue una aventura, espero que no tan surrealista como la consignada en este libro.
Lo que cuentas confirma algo tan sabido como que la realidad imita a la literatura. Ignoraba lo de la avería de tu seíta en un descampado del sur, así que hay que descartar ese trance como una de mis fuentes de inspiración. Sin duda, eres una mujer decidida. Yo me lo hubiese pensado.
Ahí tienes material para uno de tus relatos que, además, sabrás salpimentar con humor.
Sí, al protagonista preocupa que sus compañeros se enteren de que el motor se ha volatilizado y ahora, con el coche sin posible arreglo, tengan que quedarse obligatoriamente en Aracena, perspectiva que a Carmelina no seduce. Quizá teme que sus compañeros regresen a Sevilla en autobús y lo dejen solo. Él no quiere abandonar al intrépido y sufrido cochecito. Un abrazo, intrépida viajera.
¡Pobre seíta!, como una oruga torpona. Me ha gustado la comparación.
Si ya decía yo que era el coche fantástico o casi.
A lo mejor he visto lechetreznas pero el nombre es la primera vez que lo oigo.
El seíta esta literalmente deslomado. Pero de torpe no tiene nada. Como señalas, tiene más de fantástico. Quizá es también obstinado.
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Seguro que has visto lechetreznas (este nombre raro lo han cambiado por aquí en «lecheterna» porque tiene, además, una savia blanca y abundante). Como las ortigas, las malvas y los jaramagos, crecen por todas partes.
Reblogueó esto en Ramrock's Blog.
Gracias por rebloguear. Saludos cordiales.