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XLIII

Las muertes sucesivas de tu abuelo y de tu abuela no bastan para explicar tu enclaustramiento. Antes de sobrevenir esas desgracias, cuya consecuencia inmediata fue que se decretara un luto riguroso, mostrabas ya inclinación al retraimiento.

Te desagradaba el trato con los demás. Sin analizar el porqué de ese disgusto que amenazaba con convertirse en rechazo, empezaste a soltar amarras, a cortar los lazos que te unían a la sociedad, optando por un aislamiento inasequible a cualquier persona que no fuera uno de los miembros de tu delimitado clan.

Mientras efectuabas esta retirada, se produjeron, como llovidas del cielo, esas dos defunciones, gracias a las cuales nadie haría preguntas molestas, ni sería necesario justificarse ni poner buena cara ante la presunta solicitud de vecinas y amigas deseosas de saber los motivos de tu eclipse. En tales circunstancias era lógico que te comportaras así. La gente lo entendería y eso te encontrabas tú.

En adelante tus incursiones en el mundo de los vivos estuvieron controladas por ti. Aplicaste tus esfuerzos a erradicar, atenuar o ignorar los elementos perturbadores. Poco a poco, no sin retrocesos en la consecución de tu objetivo, lograste tu anhelado propósito.

Sola, enlutada, gozando de la inmunidad que otorga el infortunio, organizaste tus días de acuerdo a un rígido esquema.

La divinidad ante la que te postraste no fue la Patrona del pueblo, cuya entrada en su ermita recién encalada una radiante tarde primaveral te emocionaba lo indecible, haciéndote derramar lágrimas y provocándote sacudidas interiores que las campanas lanzadas al vuelo y los vítores de los enardecidos peregrinos intensificaban.

No fue ante el altar rebosante de azucenas y claveles blancos de esa advocación mariana donde depositaste tu silenciosa ofrenda.

Ni, durante tus dominicales visitas, en la iglesia parroquial donde el cura, según te parecía, cambiaba de casulla arbitrariamente. Este detalle siempre te intrigó. Ni tu tía ni tu hermana, interrogadas al respecto, supieron aclarártelo.

Durante muchos años ese barrigudo sacerdote estuvo al frente de unos feligreses que, en su inmensa mayoría, se aburrían “ad satiatem” con sus soporíferas homilías.

Ahora bien, todos coincidíais en que era un magnífico orador, conclusión a la que llegabais por el tiempo que se llevaba hablando, a veces tan rápido que le faltaba el aliento, y por el tufillo reaccionario de sus sermones.

Aquí, en este sagrado recinto, tampoco tenía su morada la tiránica divinidad a la que rendías culto.

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XLII

La comitiva partía por fin. El proyecto largamente gestado, las compras realizadas, el deseo de dejar el pueblo y abismarse en la contemplación de los pimientos y los tomates a la sombra de un naranjo podían más que los inconvenientes de última hora.

Como vuestra casa se hallaba en una calle que da a las afueras, enfilabais pronto la carretera. A los cinco minutos estabais en pleno campo.

La quietud y el frescor de la mañana diluían vuestra carga de rencores y amarguras.

El paisaje se metamorfoseaba en imágenes. Sólo era posible señalar sin recurrir a las palabras que no servían para expresar vuestras sensaciones. Las palabras eran buenas para hacer comentarios triviales, a los que, por cierto, se entregaba tu tía poseída por el horror al silencio. Este horror la impulsaba a proferir frases deshilvanadas y a ejecutar inanes piruetas verbales.

Marchabas en cabeza, junto a tu madre, en la certeza de que ella no te torturaría los oídos. Entrecerrando los ojos reducías el entorno a manchas polícromas.

Una cinta gris era la carretera a cuyos lados se desplegaban las hazas rojizas, los rastrojos amarillos, los verdes melonares.

Los colores se extendían por anchas franjas de terreno enriqueciéndose con nuevos matices según incidiera la luz.

Después de andar tres kilómetros cogíais por el atajo que discurría paralelo al cauce seco del arroyo. Este camino entre olivares conducía a la huerta.

El sol cada vez más alto picaba. Hacíais un alto para descansar y para turnaros en el transporte de las cestas. Tu tía aprovechaba el receso para comunicaros que le dolían los pies, que no estaba para esos trotes, que no sabía si tendría fuerzas para llegar.

Tu hermana decía cuatro cuchufletas, que secundaba tu tío político, a propósito de la escasa resistencia física de tu tía carnal.

Esta, que no soltaba a tu primito por temor a que lo atropellara un coche, dudaba entre seguir las bromas o sacar a relucir una vieja historia de males que avalara su debilidad.

Tu abuela, con una mano en el cuadril, decía: “Vamos, que ya queda poco”. Y os poníais en marcha de nuevo, esta vez todos juntos, formando un grupo compacto.

Tu tía empezaba a contar el percance acaecido yendo de promesa a la ermita, detrás de la Virgen en su carreta tirada por bueyes, cuando se dislocó un tobillo de la manera más tonta y tuvo que interrumpir la caminata, sentarse en el suelo y esperar a que un coche la trasladase al pueblo.

Te acordabas bien de ese infortunio porque tu hermana y tú la acompañabais. Te tocó quedarte con ella. Tu hermana, que había hecho voto de silencio e iba descalza, os miró, hizo un gesto de disculpa y siguió andando.

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Me encontré con él en la ermita, adonde solía ir y sentarse en el banco de madera que hay a la entrada.
Me invitó a que ocupase un lugar a su lado. Jean Paul es un viejecito canoso, de aspecto bonachón. En el pueblo dicen de él que es poca cosa. No sé exactamente a qué se refieren, si a su endeble constitución física o a su esmerada educación.
Como es una de las escasas personas de mi entorno que escucha realmente, me puse a hablar del tema al que venía dándole vueltas en la cabeza: el problema de la hinchazón del yo, de ese afán de protagonismo que dificulta una relación fluida.
Todos estamos deseosos de contar películas en las que somos el actor principal y los demás son meros comparsas cuya única finalidad es favorecer el lucimiento de la “vedette”.
Ignoro los motivos que impulsaron a Jean Paul a establecerse en el pueblo, pero sé que fue oblato en un convento benedictino, donde pasó varios años antes de regresar al mundo.
No cuesta trabajo imaginárselo haciendo vida monástica, que es la que hace aquí en definitiva.
En su marcado acento francés me dijo: “Transfórmalo todo”. Me pareció que salía por peteneras. Yo no le estaba contando nada personal sino que más bien divagaba.
Tras mi elucubración, sin embargo, él había percibido una heridita sangrante.
Por lo general, las intelectualizaciones tienen su origen en conflictos concretos para los que la solución no es nunca esos montajes mentales, aunque ciertamente son un escape para los introvertidos.
“Transfórmalo todo” “¿Cómo?” “Tú sabes cómo”.
Luego me contó la historia de la ermita, una pequeña y hermosa construcción del siglo XIV, de formas sencillas y armoniosas, sin pretensiones arquitectónicas ni ornamentales. Como Jean Paul señaló, este santuario no engañaba a nadie.
Por eso, supongo, es por lo que a él le gusta pasear hasta este lugar tranquilo, en las afueras, y sentarse en el banco de madera.

 
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