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Posts Tagged ‘día de campo’

XLV

A la ajetreada mañana que se os fue en inspeccionar la huerta, en pedir a un vecino un poco de vinagre para el gazpacho, pues, por increíble que parezca, se os había olvidado, en bajar al río donde os remojasteis los pies, salvo tu hermana que, tan atrevida, se levantó la falda y se metió en el agua hasta los muslos a pesar de las recriminaciones de tu tía, la cual había columbrado a un grupo de bañistas del sexo masculino y estimaba indecorosa esa exhibición, en preparar el almuerzo que despachasteis a renglón seguido con buen apetito a la sombra de la frondosa higuera que se yergue al lado de la casucha donde tu abuelo guarda las herramientas, la higuera de rumorosas hojas que indefectiblemente asocias al verano, cuyo olor te trae recuerdos de días infantiles pasados en ese mismo lugar, a la ajetreada mañana sucedió una tarde de calor apenas mitigado por la cercanía del río, unas largas horas de calma chicha en las que el sol, señor indiscutido del cielo y de la tierra, castiga con dureza a cualquier criatura que se exponga a sus rayos, por lo que se impone la retirada a las umbrías en busca de frescor para contrarrestar el bochorno y poder descabezar un sueñecito, único recurso para combatir el amodorramiento que, potenciado por las altas temperaturas, acompaña a una copiosa comida, y al que contribuye en no escasa medida la estridencia de las tenaces chicharras.

Tras la siesta bajasteis de nuevo al río donde procedisteis, como por la mañana, a cumplimentar la pudorosa ceremonia del baño, para luego, entre risas y bromas, volver a la huerta siguiendo el sendero que serpentea por entre las cañas del empinado repecho.

Sentada en una de las paredes de la alberca llena de un agua fina en la que sumergías una mano para disfrutar de su contacto, te aislaste de tus parientes que en ese momento prendían fuego a un montón de ramas secas para hacer café.

Sobre la tosca mesa de madera que, en cuanto llegasteis, colocasteis bajo la higuera, se veía un bote de cristal con azúcar, un envoltorio de papel de estraza con el café molido, una lata de leche condensada y dos paquetes, uno de galletas y otro de magdalenas.

Por una suerte de disociación con la realidad propiciada por la luz vespertina, asistías en un peculiar estado de ánimo a la escena que se desarrollaba ante ti.

Las idas y venidas de los otros y el murmullo de sus voces te resultaban extraños. Dejaste de remover la límpida superficie del estanque y decidiste unirte a ellos.

Aunque ejerza sobre ti una poderosa atracción, no soportas la soledad. Intuyes que estás destinada a ella, pero si esa idea se tornara consciente, enloquecerías.

Cuando te ronda la melancolía, huyes despavorida al lado de los tuyos. Con esa medida tratas de conjurar la prepotencia de un fantasma más porfiado que tus manías.

XLVI

El café, que es tu única adicción conocida, estaba en reposo. Tu vicio es el café. A lo largo del día tomas varias tazas de esa excitante infusión que tanto mal hace a tus nervios, y por la que sientes una acuciante apetencia que debes satisfacer de inmediato.

Todo eso le cuentas a quien se presta a escucharte, enumerando pros y contras, dando explicaciones, concluyendo que, en tu caso, es algo vital.

Mientras saboreáis el humeante café que tú bebes solo, habláis con renovados bríos.

Tu desazón ha desaparecido. La ha reemplazado una alegría forzada, tan difícil de mantener que temiste el derrumbe de la fábrica.

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Íbamos a echar un magnífico día de campo. Nos dimos cita en una plaza de Las Hilandarias. Reinaba el buen humor. Una comida al aire libre es un acontecimiento festivo.
Entre risas y bromas esperamos a que llegasen todos para ponernos en marcha. Nos dirigimos andando a un lugar situado a cuatro kilómetros del pueblo, en la dehesa Boyal, a orillas de un arroyo flanqueado de adelfas y rosales silvestres.
Aunque al principio discutimos sobre dónde vamos a ir, al final siempre acabamos en ese paraje, por el que tenemos querencia.
Una buena parte del camino discurre entre dos muretes de piedras sueltas. En el cielo, hay nubes blancas que se alargan y curvan en incipientes espirales. El aire frío y la atmósfera transparente tonifican el espíritu. Estos días soleados de invierno son una bendición.
Soltamos las mochilas y las bolsas al pie de una añosa encina y vamos en busca de leña. El círculo de piedras ennegrecidas donde hacemos fuego, está en su sitio, tal como lo dejamos la última vez.
Si guardamos silencio, se escucha el murmullo del arroyo. Debido a las rocas que jalonan su recorrido, el agua se abre en numerosos brazos. Hay tramos del cauce que están tapizados de musgo, y otros que están pavimentados de guijarros grises y blancos.
No recuerdo quién fue el primero en darse cuenta y señalarlos con el dedo. La comida se nos atragantó.
Estaban posados en las ramas más altas de la encina, inmóviles como estatuas, y nos observaban.
Las sardinas empezaron a requemarse, pero nadie pensó en sacarlas del fuego.
Con la tostada empapada de aceite en una mano, tan quietos como ellos, éramos la imagen del alelamiento. Sólo faltaba que se nos cayera la baba de la boca entreabierta.
No se nos ocurrió que quisieran atacarnos, si acaso arrebatarnos la comida. O tal vez estaban esperando para dar cuenta de los restos. Esto último parecía improbable.
Por su forma y tamaño me recordaron a una sirena, aunque esos pájaros permanecían obstinadamente callados. Sólo se escuchaba el rumor del arroyo.
Daban tal sensación de pesadez que uno se preguntaba cómo podían volar. Su plumaje negro como el hollín tenía reflejos metálicos. Las garras de afiladas uñas estaban plantadas sólidamente en las ramas del árbol.
Pero lo que nos dejó fuera de juego fue otra cosa. Esos tres grajos gigantes y rechonchos tenían cabeza humana.

 

 

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