Íbamos a echar un magnífico día de campo. Nos dimos cita en una plaza de Las Hilandarias. Reinaba el buen humor. Una comida al aire libre es un acontecimiento festivo.
Entre risas y bromas esperamos a que llegasen todos para ponernos en marcha. Nos dirigimos andando a un lugar situado a cuatro kilómetros del pueblo, en la dehesa Boyal, a orillas de un arroyo flanqueado de adelfas y rosales silvestres.
Aunque al principio discutimos sobre dónde vamos a ir, al final siempre acabamos en ese paraje, por el que tenemos querencia.
Una buena parte del camino discurre entre dos muretes de piedras sueltas. En el cielo, hay nubes blancas que se alargan y curvan en incipientes espirales. El aire frío y la atmósfera transparente tonifican el espíritu. Estos días soleados de invierno son una bendición.
Soltamos las mochilas y las bolsas al pie de una añosa encina y vamos en busca de leña. El círculo de piedras ennegrecidas donde hacemos fuego, está en su sitio, tal como lo dejamos la última vez.
Si guardamos silencio, se escucha el murmullo del arroyo. Debido a las rocas que jalonan su recorrido, el agua se abre en numerosos brazos. Hay tramos del cauce que están tapizados de musgo, y otros que están pavimentados de guijarros grises y blancos.
No recuerdo quién fue el primero en darse cuenta y señalarlos con el dedo. La comida se nos atragantó.
Estaban posados en las ramas más altas de la encina, inmóviles como estatuas, y nos observaban.
Las sardinas empezaron a requemarse, pero nadie pensó en sacarlas del fuego.
Con la tostada empapada de aceite en una mano, tan quietos como ellos, éramos la imagen del alelamiento. Sólo faltaba que se nos cayera la baba de la boca entreabierta.
No se nos ocurrió que quisieran atacarnos, si acaso arrebatarnos la comida. O tal vez estaban esperando para dar cuenta de los restos. Esto último parecía improbable.
Por su forma y tamaño me recordaron a una sirena, aunque esos pájaros permanecían obstinadamente callados. Sólo se escuchaba el rumor del arroyo.
Daban tal sensación de pesadez que uno se preguntaba cómo podían volar. Su plumaje negro como el hollín tenía reflejos metálicos. Las garras de afiladas uñas estaban plantadas sólidamente en las ramas del árbol.
Pero lo que nos dejó fuera de juego fue otra cosa. Esos tres grajos gigantes y rechonchos tenían cabeza humana.
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Sigues sorprendiéndome con tu imaginación que vuela y vuela bien alto. Abrazo
Me haces un gran cumplido. Probablemente esos pájaros han volado de La Odisea y se han posado en las ramas de esa encina para aguarles el día de campo a esos amigos. Para plantearles un enigma con su sola presencia. Son una mezcla de sirena y esfinge. Un abrazo.
¿Cómo se hubiese planteado ese día para ellos sin estos seres alados!?
Habría sido un día de campo normal. Habrían comido sus tostadas con aceite y sardinas, acompañadas de un clarete, habrían paseado, charlado, y al final habrían regresado al pueblo satisfechos y tranquilos. Pero tal cosa no ocurrió, ese enigma en forma de tres pájaros con cabeza humana requiere si no una solución, al menos una respuesta. Aparte de quedarse con la boca abierta, hay que tomar alguna otra actitud cuya racionalidad o irracionalidad dependerá de la idiosincrasia de cada uno de los muchachos.
Esos pájaros son la materialización de un misterio y algo hay que hacer al respecto. Me temo que el día de campo se ha chafado.
Seguro que yo les hubiera preguntado con los ojos bien abiertos cómo se llamaban y para qué habían venido : )
Feliz día
Me han llegado todos los olores, sonidos, silencios y asombros a mi alma. Jajaja, casi quedandome con la boca abierta por la tensión, ¡en serio!
Me encantó.
Eso pretendía el autor 🙂
Gracias, Rosa.
Wowwww! Ehhh, Antonio, a veces consigues asustarme, haces que se me erice la piel.
Excelente articulo.
Gracias. Saludos cordiales.