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Posts Tagged ‘tu tío’

L

Apoyándose en un codo e incorporándose en la cama, la mujer dijo: “Estoy esperando”.

Tu tío cogió por el brazo al bigotudo y lo animó: “Anda con ella” “¿Por qué yo?” “¿No eres tú quien ha cerrado el trato?” “¿Qué tiene que ver eso?” “Yo no voy a ser el primero” afirmó tu tío categóricamente. “Yo tampoco” se apresuró a anunciar el bandurrista.

“Me va a tocar a mí” masculló el bigotudo volviéndose hacia la prostituta que, con las manos debajo de la nuca, había optado por tomarse con calma este asunto.

Esbozando una sonrisa empezó a desabotonarse la camisa. Tu tío no le quitaba ojo. “Detrás de ti voy yo”.

Se acercó a la cama donde se sentó para quitarse los zapatos. Luego hizo lo propio con los pantalones que tiró en una silla.

“¿Qué pasa?” preguntó la mujer con voz que traslucía fastidio, “¿qué pasa ahora?”. El bigotudo, que estaba sobre ella, se dejó caer a un lado. “Yo qué sé” “Prueba otra vez”. La segunda tentativa resultó también vana.

“¿Quieres que…?”. La prostituta le susurró unas palabras al oído. El cliente movió lentamente la cabeza de derecha a izquierda mientras acariciaba las guías de sus mostachos. “He bebido demasiado”.

Tu tío y el bandurrista se sintieron estafados por la inhibición de su compañero, a quien tenían por la encarnación de la fogosidad. Ellos eran testigos de su penosa actuación. Este hecho les causaba más frustración que al desairado protagonista.

El bigotudo había encendido un cigarrillo y fumaba plácidamente aceptando sin traumas su gatillazo. En el rostro de tu tío se pintaba el desencanto completo.

Que la potencia erótica de su amigo, a cuya difusión y enaltecimiento había contribuido el jayán con el relato de sus hazañas, se redujese a un apéndice inane, lo contrarió grandemente.

Tu tío, que disfrutaba por anticipado con el pensamiento de imágenes impactantes, había asistido con progresiva incredulidad a lo que consideraba un fracaso absoluto. Tu tío, que se las prometía felices, se había visto privado de la demostración en vivo de las dotes proverbiales de su amigo.

Ni él ni el otro quisieron probar suerte. Lo que en ese momento era una anécdota a la que sabrían sacar su jugo, si ellos la pifiaban también, podía convertirse en un episodio lamentable.

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XLIX

¿Sabes lo que es un “voyeur”? No te preocupes. Estoy dispuesto a subsanar esa laguna cultural.

En su coche, tu tío y dos amigos estuvieron yendo de acá para allá toda la tarde y parte de la noche. Tras recalar en varios pueblos y numerosos bares, llegaron a una ciudad, pero estaban tan desorientados que no se ponían de acuerdo sobre su nombre.

Para solventar la cuestión bastaba con que se tomasen la molestia de preguntar a un transeúnte, que a esa hora avanzada eran escasos. Este era el camino recto que, por esa misma razón, fue desechado.

Prefirieron enzarzarse en una discusión bizantina que les permitiera gritar, manotear, reír, jurar e insultarse mutuamente. De esta forma, además de aplacar su excitación, podían darse el gusto posteriormente de fabular sobre esa extraña jornada en que, tras un largo periplo, llegaron a una localidad desconocida y solitaria. Percance este que podía ocurrirle a cualquiera pero no a ellos, hombres bragados, noctámbulos impenitentes, libertinos redomados.

Había que darle una solución airosa a esa desconcertante situación. Tenían que probar al mundo su valía. Tácitamente habían decidido que esa sería una noche sonada.

Sentado en el asiento del copiloto iba un personaje singular. Aparte de un mostacho que se atusaba con orgullo, y de haber trabajado en diversos países europeos, tenía la sin par facultad de hacer callar a tu tío.

Era capaz de hablar más que él, tenía más gracia contando las cosas y tenía más cosas que contar. No se dejaba intimidar por las miradas malignas de tu pariente, ni tampoco avasallar. Tal entereza de carácter no fue motivo de disgustos entre ambos, si bien los roces eran frecuentes.

Una broma del bigotudo, que era flexible cuando lo requerían las circunstancias, ponía punto final a enfrentamientos que podían degenerar en pelea. Tu tío, en su fuero interno, reconocía su superioridad.

En el asiento trasero estaba instalado el tercer personaje de esta historia que, como único dato destacable, sabía tocar la bandurria.

Tu tío puso en marcha el motor y arrancó. Vagaron sin rumbo fijo por la ciudad durante un buen rato.

El bigotudo hacía comentarios jocosos que rubricaba con su risa de conejo. Los otros dos permanecían callados.

Tras internarse por calles mal iluminadas y peor pavimentadas, de detenerse a la puerta de dos o tres tugurios sin decidirse a entrar, y sortear coches mal aparcados, salieron a una explanada desde donde, gracias a la tenue luz de un cuarto creciente, se veía el mar.

La brisa aligeró sus cargadas cabezas. Bajaron del vehículo y dieron un paseo por el muelle.

Mientras estiraban las piernas y respiraban a pleno pulmón, a tu tío se le aclararon las ideas. No sólo supo dónde estaban sino que recordó la existencia de un cercano garito portuario.

Era una taberna cuyo enclave pasaba desapercibido. En la puerta no había nada que indicase que, tras la inofensiva apariencia de una casa de vecinos, había un establecimiento donde no sólo se servían bebidas.

Bajaron tres escalones y llegaron a un salón de atmósfera deprimente. Los pocos parroquianos que quedaban a esa hora, estaban amodorrados.

Se acercaron al mostrador tras el que un hombre con la camisa arremangada y un mandil anudado casi a la altura del pecho fregaba vasos. El camarero los miró con ojos abúlicos sin interrumpir su tarea.

Se acodaron y guardaron silencio. Sólo se escuchaba el ruido de los vasos.

El primero en reaccionar al embrujo que ejercía sobre ellos las hileras de botellas colocadas en dos tandas de repisas decrecientes, fue el bigotudo.

Mirando a la mujer de edad indefinida que, no lejos de ellos, se había recostado en el mostrador, dijo al camarero: “Sírvele una copa”.

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XLVIII

Tu madre ha quedado desdibujada en este relato, lo cual me apena. Y no hablemos de tu padre que apenas aparece. Su prematura muerte hace imposible saber la influencia que hubiese ejercido sobre ti.

Su ausencia dejó un hueco que ocupó tu tío, como tú misma afirmas otorgándole un título que no le corresponde.

Al no haber conocido otra cosa no puedes añorar tiempos mejores. Esta verdad que es aplicable en tu caso, no lo es en el de tu madre.

Ella luchó por su felicidad. En una época en la que prevalecían los matrimonios por conveniencia y por inercia entre los miembros de un mismo estrato social, ella tuvo la osadía de enamorarse de un don nadie y el coraje de asumir sus sentimientos.

Que después de soportar tantas presiones encaminadas a hacerla desistir de su propósito se viese desposeída de la noche a la mañana de aquello por lo que había luchado, con dos niñas pequeñas y a expensas de su familia que tan enérgicamente se había opuesto a su casamiento, fue un duro golpe del que no logró reponerse.

En los últimos tiempos la sueles descubrir absorta. Si le preguntas algo, no responde de inmediato o ni siquiera responde. Esta actitud de tu madre te irrita y te hace exclamar: “¡Estás en Babia!”. Pero no lo está. La causa de su ensimismamiento hay que buscarla en otra parte.

A caballo entre un pasado emergente con su carga de melancolía y un presente que hay que vivir minuto a minuto, tu madre proyecta la imagen desvaída de una persona que se compromete lo imprescindible con la realidad cotidiana.

En las contadas ocasiones en que se ha opuesto a vuestros deseos, a los de tu hermana o a los tuyos, ha sido de cara a la galería o impulsada por el instinto de conservación al que se aferró cuando tuvo que reconstruir su vida.

De todas formas, ni tu hermana ni tú, hijas modélicas según los cánones vigentes en el pueblo, la habéis colocado nunca en un apuro. Si tal cosa hubiese ocurrido, habría delegado en tu tío, que es lo que hace incluso en los asuntos menores.

El tiempo todo lo mina y todo lo socava, todo lo minimiza y todo lo transforma. Nos proporciona perspectiva. Nos trae el olvido. El tiempo lija las asperezas de los recuerdos con los que tu madre sigue conviviendo.

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XLIV

Las muchedumbres siempre te apabullaron. Una conveniente mixtificación que sólo a las allegadas relatas en las noches de invierno, sentadas alrededor de la mesa camilla, sitúa las raíces de ese miedo en una madrugada de Semana Santa, en Sevilla.

Tu hermana había convencido a vuestro tío para que os llevara a la capital a presenciar tan fastuoso acontecimiento.

Desde un principio te sentiste perdida en medio del gentío que abarrotaba calles y plazas. No te separabas un metro de tu hermana por temor a extraviarte. Esa posibilidad te ponía los pelos de punta.

Tu hermana iba a la zaga de tu tío que, en cabeza del grupo familiar, abría camino.

Esa noche no disfrutaste como, de regreso a casa, declaraste. Al igual que otras veces, no te atreviste a exponer tus verdaderas impresiones. Hiciste los comentarios que se esperaba que hicieses, dando las oportunas muestras de júbilo y de cansancio.

De cualquier forma, nunca más has ido a ver las cofradías a Sevilla. Siempre que se te ha presentado la ocasión, has declinado la propuesta de extasiarte ante vírgenes afligidas y enjutos crucificados.

Tus recuerdos de esa noche son deslavazados. Era una de tus primeras salidas del ámbito pueblerino.

Quizá tenía que haber dicho antes que mitificaste esa experiencia. Pero en definitiva una mitificación es una mixtificación donde subyacen datos reales.

Ha quedado grabada en tu memoria la multitud que se desplazaba de un lado a otro, que se apelotonaba en determinados puntos, que llenaba los bares, que empujaba, arrastraba…

Tu tío puso especial cuidado en llevaros a los sitios de mayor bullicio y ahogo que eran, según él, los idóneos para gozar de las más castizas estampas. Su precio había que pagar.

Ateniéndoos a ese criterio estético, anduvisteis de la ceca a la meca en busca de “sitios idóneos”.

Tú te dejabas conducir sin sugerir nada. Estabas tan aturdida que no distinguías una entrada de una salida. Si te lo hubiesen preguntado, no habrías atinado a responder.

Sin embargo, en esas aglomeraciones, aparte de los apretujones y los pisotones, no ocurrió nada digno de ser consignado.

Fue en una bocacalle interceptada por una Dolorosa donde ocurrió el lamentable incidente. Tú estabas detrás de una señora con un moño alto que tenía clavados los ojos en la imagen de la Virgen. A tu lado estaban tu hermana y más allá tu tío.

La gente se fue apiñando detrás de vosotros. Al cabo de pocos minutos se formó un tapón humano de considerable tamaño.

No era posible avanzar ni retroceder. Alguien se pegó a ti, te achuchó obscenamente. Te quedaste paralizada. No podías articular una palabra. Tus mermadas energías te fallaban.

Durante unos segundos que te parecieron siglos sólo fuiste consciente de la entrecortada respiración del desvergonzado sujeto.

Como si su jadeo te estuviera robando el oxígeno, empezó a faltarte el aire. Incapaz de poner fin a esa situación, empezaste a sentirte mal. En un último esfuerzo de tu voluntad te agarraste al brazo de tu hermana antes de desmayarte.

Entre ella y tu tío te sacaron de allí, te sentaron en el suelo y te abanicaron con un pedazo de cartón hasta que te reanimaste.

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XXXIII

En el patio, sentado en la silla baja, tu tío se disponía a darse un baño de pies. Su excesivo peso es la causa de que tenga que cuidarlos especialmente.

Le llevaste una olla de agua que echaste en la palangana. “¡Está demasiado caliente!” exclamó sacando de inmediato esos dos peces moribundos. “Trae agua fría”.

El agua siempre está o demasiado caliente o demasiado fría. Nunca has logrado cogerle el punto.

Tras la rectificación tu tío preguntó: “¿Dónde está el bicarbonato?”.

Mientras, con los pantalones arremangados hasta la rodilla, esperaba que subsanaras ese olvido, alguien llamó: un aldabonazo, dos, tres…

Tú venías con el paquete. ¿Quién podía ser a una hora tan intempestiva? Eran las cuatro de la tarde de un mes de junio.

Tu madre se adelantó y fue a abrir la puerta. “¡El bicarbonato!” gritó tu tío.

¿Llegaste a oír lo que hablaban o tu fino olfato, diestro en husmear desgracias, te previno?

“Ha ocurrido algo” le dijiste a tu tío.

Dificultosamente se levantó pisando el borde de la palangana, que rechinó y se volcó.

“No puede uno ni remojarse los pies” murmuró.

La compungida voz de tu madre se dejó oír: “El niño ha tenido un accidente” “¡Ay, Dios mío!” exclamaste tú. “¿Cómo ha sido?” preguntó tu tío.

Y salisteis desmandados, tu madre, tu tío cojeando y tú con el vestidito que te ponías para estar en casa. Sólo faltaba tu hermana que no había regresado de Sevilla.

Con la bata holgada y descolorida, las zapatillas en chancla y la angustia pintada en el rostro, recorriste las calles.

¡Menudo espectáculo os encontrasteis en casa de tu tía! Ella tenía un ataque de nervios y su marido despotricaba. Él sabía que tenía que suceder eso, que de los gamberros con los que se juntaba su hijo nada bueno se podía esperar. Él sabía también cómo arreglar las cosas: los estudios se acabaron, se acabó gandulear, de aquí en adelante a arrimar el hombro…

Por fortuna llegasteis vosotros poniendo orden. Tu tío se hizo cargo de la situación. Tú, para no ser menos, les soltaste un discurso a las vecinas: “Este hombre está loco. Decir esas barbaridades. Como si su hijo hubiese querido que le pasara lo que le ha pasado…”.

Todos, menos tú, se fueron a Sevilla en el coche de tu tío. Antes de partir les rogaste que no olvidaran telefonearte.

Tu tía con su histerismo, su marido con su enfado, tu tío con los pies hinchados y tu madre salieron de estampía sin escuchar tus prudentes recomendaciones.

El coche arrancó sin que tus palabras llegasen a los oídos de sus destinatarios. Flanqueada de vecinas, permaneciste en el umbral hasta que el vehículo desapareció en una esquina.

Tras el barullo y las precipitaciones el vacío se hizo a tu alrededor. Era como si estuvieses dentro de una campana de cristal.

Te sentiste mal. Empezaste a sudar, se te resecó la boca, las piernas se te aflojaron. Te tuviste que apoyar en la pared. De no ser porque unos diligentes brazos te sostuvieron a tiempo, hubieses caído al suelo.

Te llevaron a una cama, te abanicaron, te quitaron las zapatillas.

La fuerte, la que se permite aleccionar en el centro de la vorágine, se desmayó. Las vecinas se asustaron y avisaron al médico que te auscultó y te tomó la tensión arterial. Tu corazón latía con desgana. Te recetó una coca-cola.

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XXXI

Estaba inquieto. Deambulando al amparo de las franjas de sombra, un leve y difuso deseo fue cobrando forma. Lo experimentaba como un animal que se despierta estirando las patas y abriendo la boca en un gran bostezo.

Tu tío marchaba sin verbalizar ese proceso interior. Sólo era consciente de un leve cosquilleo en la zona del bajo vientre.

A la excitación se mezclaba la irritación por la estúpida caída que le había estropeado tan memorable jornada. Pero ahora, por conductos recónditos, ese percance salpimentaba el momento presente.

Era como si, en lugar de haber dado un traspié, hubiese cometido un pecado y tuviese que expiarlo.

Se sentía pletórico de vida. Se detuvo a encender un cigarrillo, expelió con fuerza el humo de la primera bocanada y siguió andando.

Lo que antes carecía de contornos y de nombre se le reveló en un relámpago. La fiera se había levantado en su cubil. Arqueando el lomo, rugió y lanzó un zarpazo al aire.

Se le encogió el estómago. Tu tío ya sabía adónde quería ir y a quién quería ver.

Se encaminó a la Alameda de Hércules, de la que estaba cerca. Por una callejuela llegó a una plazoleta. La cruzó y entró en una casa con desconchados en la fachada.

Recorrió en tres zancadas el zaguán pavimentado de ladrillos desiguales, adentrándose en una habitación en penumbra de donde partía una escalera.

Se paró en seco y parpadeó repetidamente. Antes de que sus ojos, que escudriñaban sin distinguir gran cosa, se hubiesen acostumbrado a esa brusca falta de luz, una voz soñolienta llegó a sus oídos pidiéndole que se identificase.

Haciendo caso omiso, tu tío largó una sarta de improperios. Finalmente, en un supuesto tono festivo, dijo: “¿No me conoces?”.

“¡Conque eres tú!”. Difícil era precisar si esa exclamación traslucía sorpresa o fastidio.

La que había hablado era una mujer rolliza cuya cara aparentaba más edad de la que tenía. Estaba sentada en una mecedora de rejilla y dormitaba cuando tu tío irrumpió.

“Las niñas están descansando”. Y para su coleto añadiría: “Como cualquier persona decente”. Esta observación no era en absoluto inadecuada, pero más le valía callársela para ahorrarse los impertinentes comentarios de tu tío.

No le había pasado desapercibida su rijosidad. El recién llegado bufaba ligeramente. La brillantez de sus ojillos no era solamente un efecto del alcohol. Un niño hubiese podido reparar en esos detalles, cuanto más ella, baqueteada por la vida y curtida por su oficio.

“Eso tiene arreglo” dijo la mujer tras una pausa. “Sí, tiene arreglo” repitió más para ella misma que para el cliente.

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XXX

Esta fue la segunda estación de un viacrucis jalonado, para mayor similitud e irreverencia, de una caída de tu tío que, entre el calor y los vapores del alcohol que empezaban a nublarle el entendimiento y la visión, tropezó con un adoquín suelto.

El traspié lo obligó a arrodillarse y colocar las manos en el suelo para evitar quedar tendido cuan gordo y largo era.

Su amigo se había detenido a mirar un escaparate donde exponían artículos deportivos. Quería comprar una raqueta de tenis para practicar este deporte y rebajar la grasa que había acumulado en la región abdominal desde que se casó.

Para eliminar lo que tu tío calificaba socarronamente de “curva de la felicidad”, que en su caso no estaba justificada puesto que permanecía anclado en el celibato y sin intención de abandonarlo.

Su amigo, que se había rezagado, no tuvo apenas la oportunidad de contemplarlo en tan comprometida postura. Tu tío se levantó con una agilidad impropia de su volumen. El otro se acercó presuroso y solícito, haciendo denodados esfuerzos por no soltar una carcajada.

Tu tío, con la cara contraída de dolor, se frotaba las rodillas a la par que musitaba una letanía de blasfemias y palabrotas. En pocos minutos hizo un recuento de los miembros de la Corte Celestial, sin olvidar a Dios Padre, y no para encomendarles su alma.

Su amigo se guardó de dar rienda suelta a su hilaridad. Ello le hubiese valido un anatema fulminante que se habría traducido en una ruptura total e irreversible de relaciones.

De cualquier forma, tu tío, desconfiado por naturaleza, sabiendo que él, en el pellejo del otro, se habría echado a reír, le lanzó una mirada asesina a fin de evitar tentaciones.

Contuso y alterado el uno por el accidente sufrido, colorado y lloroso el otro por la risa contenida, entraron en una bodega más espaciosa que las anteriores. Detrás del mostrador se apilaban los barriles hasta el techo.

Renqueante y de un humor de perros, tu tío se dirigió a un velador y se sentó. Su amigo se disponía a hacer lo mismo, pero fue parado en seco por un gesto imperioso y por un mandato.

“Pide dos copas de manzanilla y un plato de jamón”. Y luego se masajeó las rodillas.

A la cháchara sucedió un retraimiento hosco que los comentarios de su amigo no lograban conjurar. Pero el vino que había contribuido a desatarles la lengua, obró el milagro de que tu tío se sobrepusiese y, esbozando una sonrisita, hiciese un chiste sobre el percance.

Seguía teniendo hambre. El plan ideado por él incluía una visita rápida a este establecimiento para degustar el pata negra y enseguida otra más reposada a un mesón.

Y allá se dirigieron enzarzados en otro debate. El dolor persistía. Las magulladas palmas de las manos le escocían. Pero, más que las molestias físicas, era un malestar ilocalizable lo que perturbaba a tu tío, haciendo que la situación fuera diferente.

Se podía pensar también que habían abordado todos los temas posibles de conversación, desde el estado de salud de las respectivas familias a una eventual conflagración entre rusos y norteamericanos.

Hubo una serie de paréntesis silenciosos que fueron alargándose progresivamente. Por último cada uno se abstrajo en sus pensamientos.

En el mesón pidieron pavías de bacalao. Un café solo fue el colofón de ese fortuito encuentro cuyo desarrollo me he complacido en referirte.

De nuevo en la calle los dos amigos se despidieron con un apretón de manos, al que tu tío añadió unas palmadas en el hombro.

Pero aquí no termina esta historia. Recordarás que ese sábado tu tío regresó a casa bien tarde.

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XXIX

Como el vino les abriese el apetito, tu tío decidió que lo mejor era ir a un bar famoso por sus tapas, situado en una calle cercana que desembocaba en Sierpes. Era también un local estrecho y oscuro. Sobre el mostrador estaban las bandejas con las especialidades de la casa. Las que necesitaban ser preparadas en la cocina eran anunciadas en carteles pegados a la pared donde se leía el nombre del plato y había un dibujo alusivo.

No había mucha gente. Los dos guardaron silencio mientras paseaban la mirada por las bandejas y los carteles. Antes de que su amigo dijera nada, tu tío lo instó a probar los pinchitos morunos porque pecado sería visitar ese bar y marcharse sin haber saboreado los cinco trozos de carne ensartados en una larga aguja y especiados a rabiar.

Tú, ni aunque perdieras el juicio, ingerirías esos guisos en los que abundan los pedazos de tocino, morcilla y carne de cerdo, en los que la guindilla y la pimienta ocupan un lugar relevante.

A tu tío, en cambio, le gustan con delirio lo picante, lo aceitoso, lo avinagrado, lo que conlleva una digestión pesada, lo que produce regüeldos sonoros y ventosidades malolientes.

Ante lo que tú retrocederías horrorizada, él se abalanza atracándose hasta sentirse al borde del colapso. Entonces se retira de la mesa, contempla con desdén a los que todavía están comiendo porque mastican más despacio y engullen con menos ansiedad, y los reprende.

Su voracidad es de las que hacen época. Sus amistades elogian esa faceta suya y hasta tratan de emularla.

El pinchito estaba en su punto. “Está bueno, ¿eh?” dijo tu tío. “Estupendo” “No sé tú pero yo estoy muerto de hambre. Vamos a pedir otro par” “De acuerdo” repitió el otro entre dientes porque en ese momento estaba desensartando el último cuadradito de carne.

Su amigo comentó que tendría que irse pronto porque su mujer y él estaban invitados a almorzar en casa de un pariente. Enarcando sus pobladas y corridas cejas, tu contrariado tío le indicó que telefoneara para comunicar que no podía ir.

“¿Qué excusa voy a dar?” “Excusa ninguna. Dices la verdad”. Tu tío aseguró que su mujer se haría cargo. Él la conocía desde niños y sabía a ciencia cierta que no se enfadaría. En fin, si era necesario, él mismo hablaría con ella.

Su amigo no estaba convencido. Tu tío insistió. “¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que nos veamos otra vez?”.

Le brillaban sus ojos enterrados en carne. Sin poder contenerse dejó escapar una risita.

Entre bromas y veras preguntó: “¿En tu casa quién manda?” “No es eso. Son los compromisos”.

Tu tío, al que tanto como una juerga y una ración de gambas al ajillo, que era lo que se disponía a pedir en cuanto resolviera este asunto, le gusta forzar la voluntad ajena, cambió diabólicamente de táctica. Dándose por vencido dijo: “Haz lo que te parezca”.

El otro, tocado en su amor propio, se dirigió al teléfono y, haciendo señas al camarero de que iba a llamar, marcó un número.

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XXVIII

Quien nunca ha tenido problemas de insomnio es tu tío. Escucha los soberbios ronquidos procedentes de su cuarto. Cuando él se acuesta, es para dormir. Es lo que dice y es lo que hace.

Viéndole despatarrado en la cama, con su voluminoso vientre bajando y subiendo rítmicamente, emitiendo ese cúmulo de sonidos por nariz, boca y culo, absurdo sería plantear cuestiones que sólo afectan a los seres débiles.

Tu vida es una cadena ininterrumpida de hechos anodinos, la de tu tío, por el contrario, es tan rica en lances novelescos que basta con averiguar qué hizo el sábado pasado para deleitarse con un jugoso episodio.

A las mujeres de la casa os tiene acostumbradas a esas escapadas de las que vuelve ojeroso y con dolor de cabeza.

Últimamente se reserva más y, en vez de quedarse de francachela en Sevilla, prefiere copear con sus amigotes en el pueblo y retirarse a una hora prudente.

El sábado pasado, sin embargo, después de salir del trabajo, se topó en la calle Cuna con un antiguo compañero al que, por residir en otra ciudad, hacía mucho tiempo que no veía. A tu tío le dio una alegría inmensa.

Ateniéndose a su rutina, se dirigía a una bodeguita de la plaza del Salvador donde tienen unos caldos que “quitan el sentido”.

Se abalanzó sobre su amigo con los brazos abiertos al tiempo que exclamaba: “¡Hombre, hombre, hombre! ¡Tú por aquí!”.

Tras el intercambio de saludos, tu tío le propuso celebrar el feliz encuentro con un amontillado que sólo servían en un lugar por él conocido.

Eran las dos de la tarde. Tu tío transpiraba por todos los poros. La bodeguita era un tugurio oscuro, con un mostrador alto y un penetrante olor a vinazo. En el techo un ventilador de grandes aspas giraba con desgana.

Tu tío, cliente asiduo y confianzudo, dio dos o tres palmadas y dijo al dueño: “Pon dos de ese que tú sabes”. Luego, con aires de gran catador, cogió la copa por el tallo, miró su contenido al trasluz, lo olfateó, lo degustó. E invitó a su amigo a que hiciera otro tanto.

Mientras bebían a palo seco, tu tío se lanzó a una prolija explicación de las características y el proceso de envejecimiento de ese solera, intercalando en su discurso hiperbólicos elogios.

No paraba de hablar ni de gesticular. De cuando en cuando, para recuperar el aliento o pedir otra ronda, interrumpía su perorata, paréntesis que el otro aprovechaba para dar su opinión o contar algo de su vida.

Tu tío se ponía en jarra y lo escuchaba con deferencia, volviendo a la carga a las primeras de cambio.

El dueño intervenía a requerimiento de tu tío que recurría a él cuando quería dar a sus argumentos un peso aplastante.

Si, por la razón que fuese, el interpelado discrepaba, tu tío se apresuraba a hacer suya la nueva tesis o enfoque no desdiciéndose nunca. Enarcando sus pobladas y corridas cejas, asentía enérgicamente con la cabeza dando a entender que era eso lo que él pensaba.

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XXVII

Sentados en el umbral y en sillas a ambos lados de la puerta tomáis el fresco. En la calle mal iluminada por una bombilla de escaso voltaje se ven o más bien se adivinan otros circulares familiares semejantes al vuestro.

Sopla una brisa que resarce del día de calor.

El tiempo pasa sin sentir. Ya es tarde. Tu tío cabecea como un barco movido por las olas. Hace rato que tu hermana ha cerrado el pico. Tu madre, de rostro impenetrable, está relajada. Y tú, bien despierta, hilas en tu mente recuerdos y deseos.

En un arrebato tu hermana se pone en pie y anuncia: “Me voy a la cama”. Tu madre la mira y dice: “Nos vamos todos”.

Antes de acostarte te diriges al cuarto de baño y te contemplas en el espejo. Tienes el pelo corto y ondulado, la piel tersa y blanca, la boca pequeña. Parece la cabeza de una muñeca de porcelana.

Piensas que estás en la flor de la edad, que eres joven, que quién sabe lo que el destino te depara.

Permaneces en esa actitud soñadora hasta que tu tío abre la puerta de un empujón y entra desabrochándose la bragueta. Luego se pone a orinar de espaldas a ti. Cuando acaba, se va en un estado de cuasi sonambulismo.

Tú, inmóvil, en silencio, contienes el aliento, das un suspiro cuando recuperas tu soledad.

El dormitorio, que compartes con tu hermana, tiene una ventana que da al patio. Las hojas están abiertas de par en par y la persiana enrollada.

Tu hermana respira profundamente. Para no molestar, que es una de tus obsesiones, no enciendes la lámpara con tulipa opaca. Te acercas a la cómoda y pulsas el interruptor de una capillita dorada de torres góticas delante de la que hay un montoncito de jazmines.

Te desnudas con parsimonia, cuelgas el vestido en la percha, te quitas las sandalias y echas hacia atrás la colcha y la sábana. Sacas de debajo de la almohada tu pijama corto, te lo pones y, descalza, vas a la cocina por un vaso de agua que, tratando de hacer el menor ruido posible, depositas en el cristal de la mesita de noche. Por último apagas la lucecita y te tiendes en la cama.

No tienes ni pizca de sueño. Por más que giras a un lado y a otro, no das con la postura adecuada. Te incorporas y bebes un sorbo de agua.

Te gustaría dormirte de inmediato, olvidarte de esa infinidad de problemas que te aguijonean sin cesar: disgustos, rencillas, dolencias, fobias…Lo que llamas tus nervios.

Pero esa noche no te va a resultar fácil escapar. No puedes dejar de pensar en el malévolo comentario que la tendera, famosa en el vecindario por su lengua viperina, hizo esta mañana a propósito de una amiga tuya.

¿Cuáles fueron sus palabras exactas? Mientras ajustaba una cuenta, cazó al vuelo las frases que intercambiaban dos clientas. Hablaban de la rapidez con que se estaban llevando a cabo los preparativos de la boda. Ese acontecimiento se estaba precipitando sospechosamente.

La tendera, sin dejar de sumar, sentenció: “Esa se casa tan de prisa porque está preñada”. Y a continuación añadió: “Son trescientas veinticuatro pesetas”.

No te molestó tanto la certeza de que no iba descaminada como el tono empleado.

Nada de lo que ocurría en el pueblo era ignorado en ese mentidero donde una jamona entre jamones, chorizos, salchichones, sacos de garbanzos, lentejas y azúcar, latas de conservas y un sinfín de productos que iban de la colonia barata a las cremalleras, pontificaba incansable.

En definitiva, esa historia se limitaba a otra conocida que cambiaba de estado civil. El autor del desaguisado, además, no había escurrido el bulto. No se había ido a Barcelona o a Alemania. Dentro de poco tiempo las murmuraciones quedarían cortadas de raíz.

Era un asunto de poca monta. Las comadres no tendrían donde cebarse, pero por eso no había que afligirse.

Tu tía, no con frecuencia, dada tu susceptibilidad, te gasta una broma al respecto. O lo que ella tiene por tal. Te dice: “¿Cuándo te vas a casar? A este paso se te va a secar la matriz”.

Achaca tu soltería a lo que denomina “tus exigencias”. Según ella, se te han presentado partidos interesantes. Tú te encoges de hombros, haces un ridículo mohín y cambias de conversación si no estás de humor para seguirle la corriente.

De los tiros al aire que dispara, algunos dan en el blanco.

No vayas a pensar que consigues engañarla con tus argucias y tus muecas. Tu tía es pájaro viejo. A pesar de sus pocas luces se percata bien de lo melindrosa que eres, e incluso, si me apuras, del miedo que el noviazgo y el casamiento te producen.

Hay datos cuya conexión sólo captas en pesadillas que, todavía acongojada, cuentas a tu madre mientras tomáis el café mañanero. “Deberías ir al médico” te dice. Pero tú descartas esa posibilidad de inmediato porque, entre otras razones, detestas a los matasanos.

Prefieres servirte otra taza de café y complacerte en tus sufrimientos.

A veces, como en esta noche veraniega en que una agradable brisa perfumada de jazmín invade el cuarto, haces un recuento de tus pretendientes: de los que lo fueron, de los que no lo fueron pero pudieron haberlo sido, y de los que te habría gustado que lo fueran.

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