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Posts Tagged ‘Alameda de Hércules’

XXXI

Estaba inquieto. Deambulando al amparo de las franjas de sombra, un leve y difuso deseo fue cobrando forma. Lo experimentaba como un animal que se despierta estirando las patas y abriendo la boca en un gran bostezo.

Tu tío marchaba sin verbalizar ese proceso interior. Sólo era consciente de un leve cosquilleo en la zona del bajo vientre.

A la excitación se mezclaba la irritación por la estúpida caída que le había estropeado tan memorable jornada. Pero ahora, por conductos recónditos, ese percance salpimentaba el momento presente.

Era como si, en lugar de haber dado un traspié, hubiese cometido un pecado y tuviese que expiarlo.

Se sentía pletórico de vida. Se detuvo a encender un cigarrillo, expelió con fuerza el humo de la primera bocanada y siguió andando.

Lo que antes carecía de contornos y de nombre se le reveló en un relámpago. La fiera se había levantado en su cubil. Arqueando el lomo, rugió y lanzó un zarpazo al aire.

Se le encogió el estómago. Tu tío ya sabía adónde quería ir y a quién quería ver.

Se encaminó a la Alameda de Hércules, de la que estaba cerca. Por una callejuela llegó a una plazoleta. La cruzó y entró en una casa con desconchados en la fachada.

Recorrió en tres zancadas el zaguán pavimentado de ladrillos desiguales, adentrándose en una habitación en penumbra de donde partía una escalera.

Se paró en seco y parpadeó repetidamente. Antes de que sus ojos, que escudriñaban sin distinguir gran cosa, se hubiesen acostumbrado a esa brusca falta de luz, una voz soñolienta llegó a sus oídos pidiéndole que se identificase.

Haciendo caso omiso, tu tío largó una sarta de improperios. Finalmente, en un supuesto tono festivo, dijo: “¿No me conoces?”.

“¡Conque eres tú!”. Difícil era precisar si esa exclamación traslucía sorpresa o fastidio.

La que había hablado era una mujer rolliza cuya cara aparentaba más edad de la que tenía. Estaba sentada en una mecedora de rejilla y dormitaba cuando tu tío irrumpió.

“Las niñas están descansando”. Y para su coleto añadiría: “Como cualquier persona decente”. Esta observación no era en absoluto inadecuada, pero más le valía callársela para ahorrarse los impertinentes comentarios de tu tío.

No le había pasado desapercibida su rijosidad. El recién llegado bufaba ligeramente. La brillantez de sus ojillos no era solamente un efecto del alcohol. Un niño hubiese podido reparar en esos detalles, cuanto más ella, baqueteada por la vida y curtida por su oficio.

“Eso tiene arreglo” dijo la mujer tras una pausa. “Sí, tiene arreglo” repitió más para ella misma que para el cliente.

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Sevilla 1965

1
Don Roberto Delgado, cómodamente sentado en un sillón de cuero del “Agricultores y Ganaderos”, hojeaba el ABC y miraba a través del ventanal.

A la entrada del Círculo, grupos de hombres conversaban interceptando el paso a los transeúntes y obligándolos a describir complicadas parábolas.

Don Roberto Delgado mezclaba las imágenes del periódico (inauguraciones, intervenciones, declaraciones…) con las del río de gente que, abriéndose en numerosos brazos, sorteaba los escollos.

Mecánicamente pasaba una página del matutino leyendo apenas los titulares y echaba un vistazo al exterior.

Hombres tocados con mascotas hablaban de la próxima cosecha. A menudo volvían la cabeza, como buscando a alguien.

Pasó otra página: Deportes. Cruzó las piernas.

Esos hombres circunspectos, de vez en cuando, dejaban caer un comentario malicioso acompañado de una sonrisilla.

“Rogad a Dios en caridad por el alma de…”.

Don Roberto se incorporó.

“Sus familiares ruegan a sus amistades una oración por su alma y asistan a la misa de réquiem que por el eterno descanso de la misma tendrá lugar…”.

Se levantó y salió del Círculo donde solía encontrarse con su hermano. Había llegado a Sevilla el día anterior.

Se sumergió en el río de gente que abandonó a la altura de la calle Sagasta. Sus cortas estancias en la ciudad estaban dedicadas a solucionar asuntos relacionados con el cortijo, a visitar a Paquita y a deambular.

Plaza del Salvador, calle Córdoba, calle Puente y Pellón. El provincianismo de la antigua Hispalis se manifestaba en este barrio invadido de zapaterías, tiendas de ropa y catetos.

Don Roberto, hombre descastado, mejor que vérselas con su cuñada y su sobrino, e incluso, si mucho lo apuraban, con su propio hermano, prefería charlar y retozar con Paquita. Le tenía, además, un cariño especial a la Alameda de Hércules, donde la atmósfera se impregnaba de olores a guisos caseros y resonaban las voces de los vecinos.

Desembocó en la plaza de la Encarnación, cruzó ese espacio sombreado por frondosos árboles y se detuvo a contemplar a Pomona, pintada de ocre, mostrando a los viandantes su carga de frutos.

La diosa de los jardines le recordaba a una compañera de Paquita que hizo las delicias de sus años mozos. Y en otro sentido diametralmente opuesto a su sobrina, a la que le unía un afecto que lo violentaba en ocasiones.

Don Roberto siguió andando por la calle Regina y la calle Feria. Prevalecía de Sevilla la imagen que se había formado durante su adolescencia, la cual se concretaba en calles estrechas donde el aire se adelgazaba, se hacía fino y penetrante, donde el frescor de los zaguanes penumbrosos lanzaba tentadoras invitaciones.

Avanzaba calmosamente. El bullicio quedó atrás. Nunca había logrado relacionar Sevilla con el esplendor que los libros de historia le atribuían. Esos libros que un lejano día estudiara en aulas de incómodos pupitres en el colegio de los salesianos.

Por fin llegó a la calle Doctor Letamendi. Tres casas después de la tienda de especias estaba la suya.

La tienda era el rasgo más característico de la calle. No podía pasar por delante de ella sin pararse a mirar los saquitos abiertos y coronados de nombres que fulguraban como luces de Bengala: pimienta de Tacari, nuez moscada, madreclavo…

 

 

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