Estaba inquieto. Deambulando al amparo de las franjas de sombra, un leve y difuso deseo fue cobrando forma. Lo experimentaba como un animal que se despierta estirando las patas y abriendo la boca en un gran bostezo.
Tu tío marchaba sin verbalizar ese proceso interior. Sólo era consciente de un leve cosquilleo en la zona del bajo vientre.
A la excitación se mezclaba la irritación por la estúpida caída que le había estropeado tan memorable jornada. Pero ahora, por conductos recónditos, ese percance salpimentaba el momento presente.
Era como si, en lugar de haber dado un traspié, hubiese cometido un pecado y tuviese que expiarlo.
Se sentía pletórico de vida. Se detuvo a encender un cigarrillo, expelió con fuerza el humo de la primera bocanada y siguió andando.
Lo que antes carecía de contornos y de nombre se le reveló en un relámpago. La fiera se había levantado en su cubil. Arqueando el lomo, rugió y lanzó un zarpazo al aire.
Se le encogió el estómago. Tu tío ya sabía adónde quería ir y a quién quería ver.
Se encaminó a la Alameda de Hércules, de la que estaba cerca. Por una callejuela llegó a una plazoleta. La cruzó y entró en una casa con desconchados en la fachada.
Recorrió en tres zancadas el zaguán pavimentado de ladrillos desiguales, adentrándose en una habitación en penumbra de donde partía una escalera.
Se paró en seco y parpadeó repetidamente. Antes de que sus ojos, que escudriñaban sin distinguir gran cosa, se hubiesen acostumbrado a esa brusca falta de luz, una voz soñolienta llegó a sus oídos pidiéndole que se identificase.
Haciendo caso omiso, tu tío largó una sarta de improperios. Finalmente, en un supuesto tono festivo, dijo: “¿No me conoces?”.
“¡Conque eres tú!”. Difícil era precisar si esa exclamación traslucía sorpresa o fastidio.
La que había hablado era una mujer rolliza cuya cara aparentaba más edad de la que tenía. Estaba sentada en una mecedora de rejilla y dormitaba cuando tu tío irrumpió.
“Las niñas están descansando”. Y para su coleto añadiría: “Como cualquier persona decente”. Esta observación no era en absoluto inadecuada, pero más le valía callársela para ahorrarse los impertinentes comentarios de tu tío.
No le había pasado desapercibida su rijosidad. El recién llegado bufaba ligeramente. La brillantez de sus ojillos no era solamente un efecto del alcohol. Un niño hubiese podido reparar en esos detalles, cuanto más ella, baqueteada por la vida y curtida por su oficio.
“Eso tiene arreglo” dijo la mujer tras una pausa. “Sí, tiene arreglo” repitió más para ella misma que para el cliente.
Era lo único que le faltaba al tío para que se me acabara de atragantar. Pero cuadra mucho con el personaje, lo redondea.
El tío era un cromo. Este tipo de individuos, tal como lo recuerdo, tenía bastante ascendiente en aquellos años. Era casi un modelo.