Como el vino les abriese el apetito, tu tío decidió que lo mejor era ir a un bar famoso por sus tapas, situado en una calle cercana que desembocaba en Sierpes. Era también un local estrecho y oscuro. Sobre el mostrador estaban las bandejas con las especialidades de la casa. Las que necesitaban ser preparadas en la cocina eran anunciadas en carteles pegados a la pared donde se leía el nombre del plato y había un dibujo alusivo.
No había mucha gente. Los dos guardaron silencio mientras paseaban la mirada por las bandejas y los carteles. Antes de que su amigo dijera nada, tu tío lo instó a probar los pinchitos morunos porque pecado sería visitar ese bar y marcharse sin haber saboreado los cinco trozos de carne ensartados en una larga aguja y especiados a rabiar.
Tú, ni aunque perdieras el juicio, ingerirías esos guisos en los que abundan los pedazos de tocino, morcilla y carne de cerdo, en los que la guindilla y la pimienta ocupan un lugar relevante.
A tu tío, en cambio, le gustan con delirio lo picante, lo aceitoso, lo avinagrado, lo que conlleva una digestión pesada, lo que produce regüeldos sonoros y ventosidades malolientes.
Ante lo que tú retrocederías horrorizada, él se abalanza atracándose hasta sentirse al borde del colapso. Entonces se retira de la mesa, contempla con desdén a los que todavía están comiendo porque mastican más despacio y engullen con menos ansiedad, y los reprende.
Su voracidad es de las que hacen época. Sus amistades elogian esa faceta suya y hasta tratan de emularla.
El pinchito estaba en su punto. “Está bueno, ¿eh?” dijo tu tío. “Estupendo” “No sé tú pero yo estoy muerto de hambre. Vamos a pedir otro par” “De acuerdo” repitió el otro entre dientes porque en ese momento estaba desensartando el último cuadradito de carne.
Su amigo comentó que tendría que irse pronto porque su mujer y él estaban invitados a almorzar en casa de un pariente. Enarcando sus pobladas y corridas cejas, tu contrariado tío le indicó que telefoneara para comunicar que no podía ir.
“¿Qué excusa voy a dar?” “Excusa ninguna. Dices la verdad”. Tu tío aseguró que su mujer se haría cargo. Él la conocía desde niños y sabía a ciencia cierta que no se enfadaría. En fin, si era necesario, él mismo hablaría con ella.
Su amigo no estaba convencido. Tu tío insistió. “¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que nos veamos otra vez?”.
Le brillaban sus ojos enterrados en carne. Sin poder contenerse dejó escapar una risita.
Entre bromas y veras preguntó: “¿En tu casa quién manda?” “No es eso. Son los compromisos”.
Tu tío, al que tanto como una juerga y una ración de gambas al ajillo, que era lo que se disponía a pedir en cuanto resolviera este asunto, le gusta forzar la voluntad ajena, cambió diabólicamente de táctica. Dándose por vencido dijo: “Haz lo que te parezca”.
El otro, tocado en su amor propio, se dirigió al teléfono y, haciendo señas al camarero de que iba a llamar, marcó un número.
Cada vez que aparece el tío me pongo a temblar aunque también me da risa. Ya veo que de tonto no tiene nada y sí de manipulador.
Yo tampoco me comería esos pinchitos morunos.
Este es un episodio troceado para su publicación. Empezó en la entrega de la semana pasada y acaba en la de la próxima.
El tío es, en efecto, un manipulador. Para ejercer esa función hay que ser mínimamente listo y máximamente inescrupuloso. El tío es el protagonista de este tramo del relato. Pero seguro que acaba encontrando la horma de su zapato…
A la bonne vôtre…
Merci. Et bienvenue après votre longue absence.