
Tenía la impresión de haber abandonado toda actividad, excepto las clases de solfeo, desde hacía mucho tiempo.
Jorge había dicho: “No es conveniente que permanezca cruzado de brazos”. Por eso iba a las clases, pero sin entusiasmo.
Me gustaba andar. Al anochecer, cogía el método y me dirigía a casa del profesor.
Salía media hora antes y daba un rodeo por el Paseo de las Acacias. Fue un invierno frío y lluvioso. A las ocho no había nadie en las calles.
Por el camino me demoraba mirando los árboles. Si disponía de suficiente tiempo, me paraba y observaba cómo las gotas de agua caían de las hojas. Cómo resbalaban y se precipitaban al vacío.
Las gotas de agua en las hojas de los rosales. Las gotas de agua internándose en los setos de tuya que rodean los bancos de la plaza Francisca. Las gotas de agua deslizándose por el granito pulido de la fuente.
Y así hasta que comprobaba que sólo faltaban cinco minutos. O hasta que un viandante me miraba extrañado. Trataba entonces de disimular y cruzaba la plaza, enfilando una callejuela que hacía aún más amplio mi rodeo.
In illo tempore (VII)
junio 27, 2011 por Antonio Pavón Leal
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