
No podía hacer nada. Escuchaba y sonreía de vez en cuando. Acariciaba al gato mientras ellos hablaban. Siempre había una vecina o un pariente. Siempre había un tema de conversación.
Nunca participaba en la charla, salvo cuando me preguntaban. Entonces respondía con monosílabos.
Sentía la mirada de mi madre clavada en mí. Pero yo no podía hacer nada, salvo acariciar al gato, mirar a través de la ventana y escuchar lo que decían unos y otros.
Notaba también las furtivas miradas que éstos me dirigían. Miradas de curiosidad, de compasión, de extrañeza.
Después hablarían de mí. Dirían: “Se llevó todo el tiempo acariciando al gato” o “No apartó los ojos de la ventana”.
A menudo, al levantar la cabeza, descubría sus miradas posadas en mí. Miradas superficiales que me dejaban indiferente.
En cambio, las miradas de mi madre me hacían pensar: “Te aseguro que no tengo la culpa”.
In illo tempore (VIII)
junio 30, 2011 por Antonio Pavón Leal
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