
Cierta mañana, en un autobús atestado de trabajadores y algunos estudiantes, con la atmósfera sobrecargada por el humo de los cigarrillos. Un autobús traqueteante con los cristales empañados por el vaho de tantas respiraciones. Una desabrida mañana de invierno en la que los viajeros recorrían las calles como sonámbulos. Con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, de la cazadora o del abrigo. Sin ganas de hablar. Esperando la salida. Hasta que llegaba el autobús y nos precipitábamos dentro. Allí se estaba calentito. Incluso cambiaba el humor. Se gastaba bromas, se gritaba. Aún no había amanecido. Las mortecinas luces del autobús daban a los rostros un tinte cadavérico. Como si estuviésemos enfermos. El autobús arrancaba. A veces un murmullo constante reinaba durante todo el trayecto. Cierta mañana tan semejante a otras. El cobrador se desliza por el pasillo con su cartera colgada del hombro. La gente fuma, tose. Alguien entreabre una ventanilla que cierra inmediatamente hostigado por las protestas de los viajeros, a los que una ráfaga de aire helado saca de su agradable modorra.
¿Qué mañana cuando todas eran iguales? ¿Tal día que subimos empujándonos porque no había asientos para todos y los últimos tendrían que ir de pie? ¿Tal otro en que descubrimos una cara nueva o preguntamos extrañados por qué se retrasaba fulano, que acostumbraba a llegar el primero?
Veo mi imagen borrosa en los cristales cubiertos de vapor, que limpio con una manga de mi abrigo. En ese autobús repleto de trabajadores y algunos estudiantes. Cierta mañana.
In illo tempore (XVII)
agosto 18, 2011 por Antonio Pavón Leal
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