
Sobre las seis de la tarde solía ir a comprar tabaco.
Mientras recorría las calles, observaba los mismos corrillos en las mismas esquinas, los mismos parroquianos en los mismos bares, las mismas mujeres de cháchara.
Observaba los mismos rostros cazurros, las mismas manos cogiendo los vasos de café que eran sorbidos ruidosamente, los mismos chasquidos de la lengua, los mismos brazos cruzados, la misma colilla apagada en la comisura de los labios, los mismos dedos amarillentos.
Una tarde, los magnánimos dioses mandaron un emisario: un cerdo de proporciones diminutas que corría a increíble velocidad.
Como era previsible, se organizó un revuelo mayúsculo. Todo el mundo daba muestras de hallarse agitado.
El cerdito con su gracioso rabo rizado era inapresable. Se desplazaba de un lado a otro con absoluta impunidad.
Si le interceptaban el paso, se escabullía por entre las piernas de sus acosadores, que, dando media vuelta, contemplaban boquiabiertos cómo se alejaba el gorrino.
Si le tendían una emboscada, el instinto del animal le hacía girar bruscamente y enfilar hacia otra calle, dejando con un palmo de narices a los cazadores.
Los habitantes del pueblo, convencidos de que el cerdito de aladas pezuñas se estaba burlando de ellos, empezaron a manifestar los primeros síntomas de histeria colectiva.
In illo tempore (XXIX)
octubre 6, 2011 por Antonio Pavón Leal
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