
Cayó la noche. Las asambleas se habían convertido en verbenas, donde se hacía lo propio.
A medida que transcurría el tiempo, aumentaba el desenfreno.
Ante la atónita mirada de los viejos, que seguían espiando a través de los visillos y de las rendijas, se desarrollaron escenas procaces, como las que proliferan en ciudades contaminadas por la peste.
Alguien, sin dar importancia a ese hecho, divisó un perro escuálido al final de una calleja.
El animal, de ojos enterrados en las órbitas, babeaba y gemía. Cuando quiso dar un paso, se derrumbó. Tuvo varios espasmos y sus miembros se fueron agarrotando al tiempo que aumentaba su secreción salivar.
Sin producir alarma, este mismo episodio se repitió en diferentes puntos del pueblo.
La gente no reparaba siquiera en esos perros de pellejo pegado a la osamenta y con espumarajos en la boca, que casi no se tenían en pie.
Algunos mozos intrépidos los cogieron por el rabo y los arrastraron hasta los lugares de mayor concurrencia para animar más el cotarro.
Ante la visión de esos chuchos descarnados, las mujeres protestaban, hacían gestos de asco o se volvían de espaldas gritando que se llevasen “esa cosa”.
Los perros gruñían y hacían amago de morder, pero estaban demasiado débiles para debatirse.
Cuando los hombretones se cansaban de jugar con ellos, los abandonaban o les arreaban un garrotazo en la cabeza.
Con los cadáveres gastaban bromas. La que más les divertía era arrojarlos al interior de las casas.
In illo tempore (XXXII)
octubre 17, 2011 por Antonio Pavón Leal
Deja un comentario