El rodar de las vagonetas venía acompañado de una cuenta atrás cuyos números retrocedían a la misma velocidad que avanzaba la máquina.
Removiéndome en la cama, presentía el curso de los acontecimientos. Debía tranquilizarme. Resistir. No dejarme llevar por los nervios.
Miraba el contador que marcaba una cifra astronómica y me decía aliviado que no tenía por qué preocuparme. Billones, trillones, cuatrillones se interponían entre la locomotora y yo.
Dada la cantidad de números que nos separaba, podía seguir durmiendo a pierna suelta hasta la mañana siguiente. Tenía tiempo sobrado de despertarme con ese ruido metálico en los oídos sin que se hubiese agotado la cuenta.
Así me engañaba, pues bastaba echar una mirada al contador para percatarse de la falsedad de ese razonamiento.
El tan temido cero no era una meta remota sino una posibilidad enloquecedoramente real.
¿Qué había tras el cero?
Asistía atónito a la marcha descendente de los números y ascendente de la máquina.
Mi cuerpo se iba tensando y cubriendo de sudor a medida que el miedo aumentaba en progresión geométrica hasta transmutarse en un ataque de pánico.

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