
Mamá andaba erguida. Solía ponerse unos vestidos con vuelo, confeccionados en una tela estampada de grandes flores. Recuerdo uno en particular que me horrorizaba. Era negro con enormes rosas de largos tallos y hojas verdes.
Según ella, la ropa vaporosa le daba un aire etéreo. Y disimulaba su adiposidad galopante que era incapaz de controlar.
Le encantaban los lazos, los plisados y, sobre todo, los faralaes, que le permitían turbarse como una quinceañera cuando una ráfaga de viento los hacía ondear.
Mientras se apresuraba con ambas manos a mantener la falda en posición vertical, lanzaba miradas en derredor para comprobar que los transeúntes se habían detenido a presenciar el espectáculo.
Eso era, en efecto, lo que ocurría. La gente observaba cómo manoteaba para contrarrestar las acometidas del viento.
Cuando había corroborado que era el foco de atención, sus gestos se multiplicaban e incluso simulaba enfadarse con Eolo por su insolencia y su terquedad.
También daba grititos y lanzaba exclamaciones tales como “¡Santo cielo!”, “¡Dios de las alturas!”.
En los casos extremos se refugiaba en la tienda o en el zaguán más cercanos.
Temía salir con mamá en los días borrascosos. Pero a ella le importaba un comino que su comportamiento me abochornase. Se tenía por la encarnación de la espontaneidad. Cuando, en uno de esos lances callejeros, reparaba en mi incomodidad, me llamaba “tontín” y asunto concluido.
Las salidas en horas punta, vísperas de fiesta o en temporadas de rebajas se convirtieron en una pesadilla después de que, tras mis primeras apariciones en público, empezara a ser conocido.
Tras emperejilarme, anunciaba que iríamos de compras o a visitar a tal o cual amiga suya, aunque luego nos dedicásemos a pasear por el centro de la ciudad y a mirar escaparates.
Si papá intervenía para hacer desistir a mamá de ese ridículo vagabundeo, ella se enfurecía y replicaba que era lamentable que él no entendiese algo tan simple como que todo eso lo hacía por mí, que malditas las ganas que ella tenía de dar barzones.
En estas escaramuzas papá optaba por callarse. Prefería no discutir. Y quedarse en casa.
En cuanto a mí, dos preguntas me cosquilleaban en la lengua. Dos preguntas que me hubiese gustado hacer a mamá.
¿Qué era todo eso que hacía por mí? ¿Por qué nos pasábamos las tardes trotando por la ciudad si, como afirmaba, no sentía el menor deseo?
In illo tempore (XLI)
enero 23, 2012 por Antonio Pavón Leal
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