
El reconocimiento de mi portentosa facilidad para aprender idiomas tuvo lugar oficialmente el día de mi cuarto cumpleaños.
Mamá se había empeñado en contratar los servicios de una institutriz británica que cuidase de mi educación. Ella había tenido una y, aunque su inglés era macarrónico, ensalzaba los beneficios lingüísticos derivados de crecer a la sombra de una miss seria, enjuta, de ojos claros y cabellera lacia, que así es como recordaba a la suya.
Había que buscar a una miss que no hablase español, para que mis progresos en inglés fuesen más rápidos.
A papá le pareció bien la idea. Legitimada con su beneplácito, mamá se dedicó a consultar agencias y a contactar con personas enteradas; todo lo cual se traducía en largas horas colgada del teléfono. Cuando no estaba haciendo gestiones, invitaba a merendar a sus amigas y, tarde o temprano, sacaba a colación este asunto que, según confesaba, tantos quebraderos de cabeza le estaba dando.
Se convirtió en una asidua del consulado de Su Graciosa Majestad en Sevilla. En el norteamericano no puso los pies, pues tenía claro qué clase de acento quería para mí.
Sus esfuerzos se vieron recompensados. Un día apareció una muchacha delgada, más bien alta, melena lisa hasta los hombros, ojos de un azul desvaído tirando a gris, piel blanca y dedos largos. Reunía casi todos los requisitos exigidos: severidad, hieratismo, buenos modales y una ignorancia supina de la lengua española.
Había un único inconveniente: era demasiado joven. Mamá esperaba una miss de más edad.
Miss Mary Dickinson demostró sin lugar a dudas que no era necesario ser una cuarentona para hacerse respetar por un crío o por un adulto en el caso de que cualquiera de los dos se extralimitara.
La contemplo con la maleta y el bolso de viaje a su lado, de pie ante mamá, sentada en el canapé de raso rosa que engalana el salón del mismo color donde decidió recibirla.
Está de espaldas a mí, escuchando el discurso de bienvenida que mamá ha preparado.
Pero su memoria flaquea y a los pocos minutos se enreda.
Miss Dickinson, para ayudarla a salir de apuro, le hace una pregunta. Mamá dice “sorry”. Mi flamante institutriz, esmerándose en la pronunciación, repite la pregunta. Mamá sigue sin comprender.
Finalmente, miss Dickinson le tiende unos papeles a cuyo estudio mamá se aplica.
Mientras la señora está absorbida en la lectura, mi preceptora vuelve la cabeza y me mira de hito en hito. “Pian, piano” emprendo la retirada.
In illo tempore (XLII)
enero 25, 2012 por Antonio Pavón Leal
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