
Cuando, pocas semanas después de su llegada, miss Dickinson comunicó que estaba asombrada de mis adelantos en la lengua de Shakespeare, mamá aceptó el hecho con la mayor naturalidad.
La institutriz empezó enseñándome canciones y el nombre de los objetos corrientes, que yo memorizaba con extraordinaria rapidez, así como también sus expresiones de fastidio en relación con la comida y las costumbres indígenas.
Tener de pupilo a un niño que capta todo de inmediato, no debe ser agradable. Es difícil relajarse ante un pequeño ogro al que no se le escapa ni el detalle más nimio.
Me hago cargo de la antipatía que inspiraba a miss Dickinson. Ni siquiera podía desahogarse contando que yo era travieso o maleducado, pues mi conducta era intachable.
El sentimiento de desagrado era, en realidad, recíproco. No nos queríamos, aunque ambos tratásemos de disimularlo.
Ignoro si estuvo en mi mano ganármela. No lo intenté.
Según las reglas que impuso, pese a la estrecha convivencia, había que guardar las distancias.
En cuanto a mi instrucción, tuvo que cambiar de método. Una mañana apareció con cuadernos, libros y lápices. Iba a enseñarme a leer y a escribir en inglés.
No se privó de decirme lo que pensaba al respecto. Le parecía una burrada. Las actividades apropiadas a mi edad eran los juegos, pero ella había agotado su repertorio. Así pues, se veía obligada a emplear otra técnica más efectiva.
Yo contemplaba embelesado los cuadernos y libros que había colocado en la mesa. Estuve a punto de responder, si bien me contuve a tiempo, que estaba de acuerdo con ella.
Pero miss Dickinson no buscaba mi aquiescencia. Le habría dado igual que me mostrase encantado con esa idea. Y no iba a confesarle que estaba hasta la coronilla de sus juegos y de sus canciones.
Como era normativo no manifestar las emociones, a ello me ceñí y no hice ningún comentario.
In illo tempore (XLIII)
enero 30, 2012 por Antonio Pavón Leal
Otro paseo sosegado por tu bosque silencioso y encantado. El minotauro y el torerillo contemplan arrobados un crepúsculo indescriptible. Suena la música de Haendel y un niño, que teme a un tren que lo conduce a la nada, teje historias para engañar al tiempo. Se oye el rumor del agua. Las mandrágoras están en flor, los mirtos llenos de escarcha.
Prometo volver, un abrazo.
Gracias, Gonzalo, por ese resumen certero y poético de las últimas publicaciones.
Vuelve cuando quieras. Este bosque perdido se ufana de ternerte entre sus paseantes.