
Se fue sin despedirse. La víspera de su partida la vi muy atareada. Rebosaba alegría. Lo cual, supuse, era normal, pues regresaba a su país.
Me chocó que, siendo enemiga de manifestar las emociones, anduviese de acá para allá radiante de satisfacción. Incluso me agasajó con un conato de sonrisa.
Cuando le comenté a mamá que miss Dickinson se había ido a la francesa, me respondió que había tenido que levantarse temprano para coger el avión.
A renglón seguido añadió que no pensase en eso. Ella, que estaba en todo, me proporcionaría una sustituta. Luego aspiró una bocanada de aire.
La institutriz inglesa inauguró un estilo de vida marcado por las sucesivas señoritas que ocuparon su puesto.
Dependiendo de la dificultad de la lengua en cuestión, la permanencia de las jóvenes extranjeras oscilaba entre los seis y los nueve meses.
Quedó estipulado mediante clausulas contractuales que mis preceptoras dejarían el trabajo en cuanto éste se revelase inútil. Se comprometían asimismo a mantener al corriente a mamá, a quien los sábados por la mañana debían informar de las actividades y progresos realizados por mí durante la semana, sin omitir ningún detalle por insignificante que les pareciera.
Como compensación a este férreo control, mamá, con la oposición de su marido que no participaba de su prodigalidad, se mostró espléndida a la hora del estipendio. Comprendía que las condiciones impuestas eran duras, pero si las nuevas institutrices las aceptaban, no le escocía pagar unos honorarios más altos.
Gisèle Le Bihan, una bretona morena y bajita, fue la primera en firmar ese documento.
In illo tempore (XLVI)
febrero 6, 2012 por Antonio Pavón Leal
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