
Miss Le Bihan se prestó de buena gana al juego. En comparación con su predecesora, me pareció el colmo de la amabilidad.
Aunque su interés por mí fuese un tanto forzado, ello no fue óbice para que se crease un clima de cordialidad.
Un día en que, conversando en francés, la charla derivó por esos derroteros, no tuvo inconveniente en responder a preguntas de índole personal. Así supe que había estudiado lengua y literatura españolas en la universidad de Nantes. Le dije que conmigo iba a practicar bien poco ya que le estaba formalmente prohibido dirigirme la palabra en mi propia lengua.
A miss Le Bihan le brillaron los ojos. Tras un momento de vacilación, me respondió que, gracias a los puntuales informes sabatinos y a las numerosas intromisiones de mamá, su manejo del español se había consolidado. Tal vez bromeaba como parecía indicar su sonrisilla socarrona, pero, en definitiva, estaba diciendo la verdad.
Mamá encomiaba la sonoridad de la lengua francesa e incluso se vanagloriaba de entenderla y, llegado el caso, hacerse entender. Lo cual no tenía nada de extraño, aseguraba, pues había estado interna en un colegio suizo.
Lo cierto era que entre ellas, como se desprendía de los irónicos comentarios de miss Le Bihan, sólo hablaban en román paladino.
Más adelante tuve noticia de otra disposición del contrato fraguado por mamá, en la que se especificaba que las aspirantes al puesto de institutriz debían saber expresarse pasablemente en nuestro idioma.
Para evitar que se reprodujese la embarazosa situación vivida con miss Dickinson, mamá se curaba en salud.
In illo tempore (XLVII)
febrero 8, 2012 por Antonio Pavón Leal
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