
Un domingo primaveral se hallaba reunida la familia, incluida miss Le Bihan, a la hora del desayuno. Había amanecido lloviendo. Por esta razón nos veríamos obligados a hacer en coche el trayecto de nuestra casa a la catedral, que era donde oíamos misa. Mamá estaba de mal humor.
Si persistía el mal tiempo, tendríamos que sacrificar también nuestro paseo dominical. Esta eventualidad la contrariaba sobremanera. Mientras untaba las tostadas con mantequilla y las cubría con mermelada, no paraba de lamentarse.
Yo miraba correr los hilillos de agua sobre los cristales de la ventana. Sólo hablaba mamá, que volvía una y otra vez sobre el mismo tema.
Aprovechando un momento de silencio, se me ocurrió decir:
“Glav da c’houlou-deiz
Ne zalc’h betek kreisteiz.”
Apartando de sus labios la taza de café con leche, mamá dijo: “Eso no es francés”. Miss Le Bihan respondió que, en efecto, no lo era. “¿Y qué es?” “Un proverbio bretón”.
Así fue como mamá descubrió que miss Le Bihan me había transmitido sus escasos conocimientos de la lengua de sus mayores.
Había nacido en un pueblecito del interior. Sus abuelos hablaban bretón. Sus padres lo chapurreaban. Ella sólo sabía frases y palabras sueltas.
Cuando se cansaba del intenso ritmo de ejercicios y lecturas en francés, le divertía explorar los límites de mi memoria con esos vocablos celtas de extrañas resonancias.
Mamá dudó entre enfadarse o alegrarse. Aunque entendía que no era más que un juego, ella debía estar al tanto de todos los pormenores.
Por supuesto, el aprendizaje del bretón estaba excluido de sus planes. Esto fue lo que la hizo vacilar. Pero mamá se percató enseguida de que este suplemento lingüístico constituía una nota pintoresca en mi formación. Bien mirado, era como un regalo de miss Le Bihan en vísperas de su partida.
A pesar de que la lluvia arreciaba, acabamos nuestro desayuno distendidamente.
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