
Mi preceptora francesa fue remplazada por otra alemana: miss Veronika Breuer, que lo sabía todo sobre mí y venía dispuesta a exprimirme en un tiempo record.
Me hizo repetir el saludo en alemán todas las veces necesarias hasta alcanzar una correcta pronunciación. Luego nos presentamos, ella en primer lugar y, sobre el modelo suministrado, yo a continuación. Me dijo su edad y yo le dije la mía.
Estábamos intercambiando datos sobre nuestras respectivas familias y naciones cuando la criada llegó para anunciar que la señora estaba esperando a miss Breuer en el salón rosa.
Antes de irse, me cogió por los brazos, me zamarreó ligeramente y, en un tono confidencial, me comunicó algo que no entendí.
Al final de su alocución recabó mi aquiescencia, que me apresuré a otorgarle.
Poniéndome una mano sobre un hombro, me soltó otro discurso en alemán. Yo asentí de nuevo y ella se fue a su entrevista.
Más tarde, mamá me comentó la buena impresión que miss Breuer le había producido. También para mí fue una sorpresa, como he tenido pocas en mi vida, toparme con la nueva institutriz en el vestíbulo, rodeada de bultos.
Agarrado al pasamano, bajaba la escalera saltando los peldaños de dos en dos. Me detuve y me quedé contemplándola como un pasmarote. Miss Breuer no podía estarse quieta. Incluso en algún momento masculló algo.
Todavía vivos los reproches de miss Dickinson a cuenta de mi excesiva curiosidad, empecé a retroceder. Pero la nueva institutriz reparó en mí, me llamó y dimos la primera clase.
Con miss Breuer se rendía a tope. Su vitalidad y su desinhibición le permitían premiarme, tras una intensa jornada de trabajo, con una selección de canciones populares interpretadas por ella misma a la guitarra.
Este hecho no tendría mayor relevancia si no fuera porque miss Breuer, a pesar de todo su empeño, no sabía cantar. Consciente de sus limitaciones musicales, rubricaba con risas sus actuaciones.
In illo tempore (XLIX)
febrero 13, 2012 por Antonio Pavón Leal
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