Este fue el primer libro de Hermann Hesse que leí. Era un libro esperado que llegó en el momento oportuno, lo cual no es un hecho frecuente. Yo era uno de los lectores a quien estaba destinada esa novela, que diría Borges.
Después vinieron otras obras del hijo del predicador pietista: “Bajo las ruedas”, “Demian”, “Sidarta”, que fue un best seller en aquella época, y “El último verano de Klingsor”.
Mis lecturas se detuvieron ahí hasta que, años más tarde, compré “El juego de los abalorios”. He intentado leer este libro en dos ocasiones. Si es verdad que a la tercera va la vencida, será cuestión de probar suerte una vez más. También es probable que, desde el segundo abordaje, el lector haya madurado lo suficiente para apreciar esa obra de título tan prometedor.
Igual que con este juego músico-matemático cuyo objetivo es desarrollar al máximo el potencial humano, me ha ocurrido con el encomiado “Lord Jim” de Joseph Conrad, del que entreveo su grandeza, pero que tampoco he conseguido leer completo en dos ocasiones.
Cada libro aguarda a su lector. Y cada lector, en las diferentes etapas de su vida, aguarda un libro esclarecedor. Yo tuve la fortuna de encontrarlo a los veinte y un años. Fue “El lobo estepario”.
“En este sentido los “suicidas” se nos ofrecen como los atacados del sentimiento de la individuación, como aquella almas para las cuales ya no es fin de su vida sus propias perfección y evolución, sino su disolución, tornando a la madre, a Dios, al todo”.
“El lobo estepario estaba, según su propia apreciación, completamente fuera del mundo burgués, ya que no conocía ni vida familiar ni ambiciones sociales. Se sentía (…) como un individuo de disposiciones geniales y elevado sobre las pequeñas normas de la vida corriente. Despreciaba al hombre burgués y tenía a orgullo no serlo. No obstante, vivía en muchos aspectos de un modo enteramente burgués. (…)Le gustaba (…) sentirse extraburgués (…), pero no habitaba ni vivía nunca, por decirlo así, en los suburbios de la vida, donde no hay burguesía ya. (…) De esta manera reconocía y afirmaba siempre con una mitad de su ser y de su actividad lo que con la otra mitad negaba y combatía”.
“El hombre no es de ninguna manera un producto firme y duradero (…), es más bien un ensayo y una transición; no es otra cosa sino el puente estrecho y peligroso entre la naturaleza y el espíritu. Hacia el espíritu, hacia Dios, lo impulsa la determinación más íntima; hacia la naturaleza, en retorno a la madre, lo atrae el más íntimo deseo; entre ambos poderes vacila su vida temblando de miedo”.
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