I
Los habían colocado en la habitación de en medio, larga y alta. El suelo era de ladrillos pulidos y barnizados.
Era un lugar fresco y acogedor, con el techo de madera, espejos, cuadros y una vitrina.
Entre los dos ataúdes había un cirio encendido que arrojaba una luz dorada a su alrededor.
Las sillas adosadas a la pared estaban vacías.
Me acerqué y contemplé el cadáver de mi padre. Permanecí un rato inmóvil, sin pensar en nada.
Me sobresalté cuando me llamaron.
Aparté la mirada del rostro de mi padre y la fijé en la puerta. Enseguida apareció el tío Julio.
Ni siquiera iba a dejarme tranquilo en estos momentos. ¿Qué tripa se le había roto ahora? ¿A qué debía ayudarlo? ¿Adónde tenía que ir sin falta?
II
Los familiares y amigos fueron llegando y sentándose en las sillas. A la cabecera de los ataúdes estaban mi madre y las tías.
Había un rumor de fondo procedente de la calle.
Cuando llegó la hora de transportar los féretros a la iglesia, que era de donde partiría la procesión, el tío Julio repartió las doce almohadillas.
Doce hombres se las pusieron en el hombro y cargaron con las cajas.
III
En la iglesia sólo había ataúdes. Ni bancos, que habían retirado y amontonado en el patio, ni acompañantes, que esperaban en la calle donde formaban una multitud compacta.
Por fin apareció un monaguillo con una cruz. La gente se dividió y abrió un pasaje. Luego salió el cura y otro monaguillo que llevaba un acetre.
Detrás empezó el desfile de ataúdes de dos en dos. Cuando todos estuvieron fuera, los deudos con coronas de siemprevivas ocuparon sus puestos y el cortejo se puso en marcha.
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