Don Tomás nos atiborraba de copiados, dictados, redacciones, cuentas y problemas. Manejar los números con soltura y no tener faltas de ortografía eran sus objetivos.
Tan pronto como lo veíamos llegar, formábamos una impecable fila de a dos delante de la puerta de la clase. Nos daba los buenos días, que coreábamos, e introducía la llave en la cerradura.
Entrábamos tras él y nos situábamos de pie al lado de nuestros pupitres. Desde de la tarima, don Tomás velaba por el correcto desarrollo de esta maniobra. Cuando la última pareja se había colocado en su sitio, mandaba que nos sentásemos.
Empezábamos la jornada de trabajo con las matemáticas porque, después del descanso nocturno, nuestra mente estaba despejada. A Currito, sin embargo, las operaciones aritméticas le producían una dulce modorra y se ponía a cabecear sobre su cuaderno. Si su compañero no lo despabilaba a tiempo, Currito conciliaba el sueño.
Como se trataba de un hecho frecuente, a los quince o veinte minutos volvíamos la cabeza para ver si Currito se había dormido ya, en cuyo caso se desencadenaban los cuchicheos y las risitas.
Don Tomás, más serio y estirado que un juez, se acercaba y le daba un pescozón al durmiente que, sobresaltado, abría los ojos, cogía el lápiz que se le había caído de la mano, y se ponía a garabatear con diligencia.
Retorciéndole la oreja, el maestro le echaba un rapapolvo. Currito decía a todo que sí, incluso cuando le preguntaba si volvería a dormirse.
Al darse cuenta de su equivocación, rectificaba, pero la clase había estallado en carcajadas que don Tomás, sin soltar la sufrida oreja de nuestro compañero, trataba de atajar ordenando silencio.
Este percance matutino formaba parte de la rutina diaria. Lo malo era cuando don Tomás se atufaba.
Sus rasgos se endurecían sobremanera. Palidecía levemente. Sin decir palabra, cogía por el brazo al alumno que se había extralimitado, y lo vapuleaba larga y concienzudamente. Luego lo arrodillaba al lado de su mesa.
Las horas dedicadas al estudio y a la práctica de la lengua no eran tan aburridas como las otras. Don Tomás ponía más calor en sus explicaciones y de vez en cuando nos leía un cuento o un pasaje de un libro de aventuras.
Para enseñarnos el arte de escribir recurría a menudo a su tarea favorita: las redacciones, entre las que espigaba las más afortunadas y las más chapuceras para ser leídas por sus autores ante la clase.

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Muy bien escrito, se siente el miedo en el (j)aula. No sabía que el vocabulario de los castigos era tanto más extenso. Saludos, Rosa