1
Éste se llama “La Placa Tectónica”. Lo preferimos por su bien surtida, aunque no especialmente barata, sección de pastelería y panadería. Sus brazos de gitano y sus bizcochos borrachos son una delicia. Fui yo, que soy muy goloso, quien convenció a Rita de que fuésemos a este hipermercado.
Por fortuna es ella quien se encarga de la lista de la compra, quien compara precios y calidades, quien vela por que yo no eche en el carro todo lo que me entra por los ojos.
Soy consciente del desarreglo emocional que me genera el híper, pero de momento no estoy dispuesto ni a dejar de ir ni a visitar a un psicólogo.
2
Elegimos un mal día. “¿Cuándo no lo es?” murmura Rita. “La Placa Tectónica” es la superficie más extensa, innovadora y bulliciosa de todo el país. “Ya que estamos aquí, no nos vamos a volver atrás” replico.
Y añado en tono jocoso que, como los políticos y otros personajes públicos, nos vamos a dar un baño de multitudes. Ella no dice nada, ni siquiera sonríe. Un gentío apabullante nos rodea.
Antes sentía cierto ahogo, como si me faltara el aire. Ahora respiro con normalidad. El pulso sólo se me desboca cuando una fiera me arrebata el último artículo o me deja uno que está pocho, estrujado o descolorido. Por lo demás, ni siquiera en los frecuentes atascos pierdo la calma, limitándome de vez en cuando a dar un empujón al carro sin mirar lo que tengo delante.
3
No me detengo a esperar a Rita que se ha quedado rezagada. La muchedumbre se hace más compacta a medida que avanzo. Se ve que no soy el único que ha tenido la misma idea. No puedo evitar renegar por lo bajini. Si no me doy prisa, me quedaré con dos palmos de narices. Este pensamiento me acongoja, razón por la cual embisto a una señora al tiempo que mascullo una disculpa.
Los clientes han soltado los carros, que es lo que yo hago también. Los más avispados, para evitar confusiones y enfrentamientos, les ponen una señal identificativa (un lazo, un periódico, un manojo de puerros…).
Paso de largo ante las canastas de mimbre con sus hogazas de centeno, de cebada, de avena, con sus roscos y trenzas de pan, y me abro paso casi hasta la primera fila de glotones alineados ante los expositores repletos de tocinillos de cielo, profiteroles y otras delicias. Hay algunas protestas a las que hago oídos sordos. En verdad la gente está más atenta al ajetreo de los reposteros que a mis codazos y empellones.
Rita califica de situación promiscua esos achuchones y apreturas. No creo que sea justo hablar de inmoralidad. Todos los que estamos allí nos hemos dejado seducir, sencillamente, por el reclamo que con agradable musiquilla de fondo los altavoces repiten una y otra vez: “Un cliente, un pastel”.

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Con esa filosofía nos les faltarán Clientes.
Saludos.
La publicidad es muy eficaz. Para no caer en sus garras toda la cautela es poca. Normalmente es más sutil que la de este cuento, en el que predomina la nota satírica. Saludos cordiales.