II
¿Cuántas veces lo había pensado? Las mismas que había pospuesto ese deseo. ¿Cuántas veces se había preguntado si servía de algo, si tenía sentido? Las mismas que había emprendido otro viaje comercial.
Le hubiese gustado cerrar los ojos y haber ido y haber vuelto, estar otra vez en su ciudad, en su cómoda y fresca casa con tres terrazas, que todo hubiese pasado ya. Esta era, se dijo, la transacción más difícil de su vida.
Pero cerrar los ojos significaba renunciar, acoquinarse, convertirse en un personaje, en un notable de la ciudad respetado por todos salvo por sí mismo.
El objetivo de este último viaje era una montaña. No una montaña coronada de nieve sino una montaña pelada y pedregosa.
Iba, se dijo con un conato de sonrisa, con una mueca que pretendía pasar por sonrisa, al encuentro de su propia desolación.
Se puso en marcha, pues. Se despidió de los suyos sin decirles adónde iba. Mandó que aparejaran y cargaran su camello con lo necesario, y partió solo.
Salió muy temprano, como de costumbre. Sigilosamente. Como un amante que se escabulle con las primeras luces, antes de que la casa y la ciudad despierten.
Se alejó en dirección oeste, invocando la protección de los patriarcas, poniéndose bajo el amparo de Abraham, que también partió una mañana en compañía de su hijo Isaac para un horrendo sacrificio.
Un temblor recorrió sus miembros. Su salud era buena. La temperatura era agradable. Sin embargo, tiritó como quien tiene fiebre o frío.
Él no era un elegido, como Abraham. Era un simple mercader que había traficado principalmente con maderas. Era un simple mortal que había emprendido un viaje cuyo fin no había revelado a nadie. En caso de haberlo hecho, lo habrían tomado por loco.
Algunos pensaban que partía en busca de una nueva ruta comercial, y él dejó que creyeran eso. Su mujer sospechaba que ése no era el motivo, pero acostumbrada a sus silencios se abstuvo de mostrar su recelo y su disconformidad. Fue la única que estaba levantada cuando él se fue, y que lo vio alejarse en dirección oeste, como si fuera a Tiro o a otra rica ciudad fenicia.
Mientras avanzaba, reconoció que no era un hombre de fe. Él era un hombre testarudo y hábil a la hora de negociar. Tenía los recursos de un chalán y el empaque de un doctor de la ley. Sabía persuadir e impresionar. Nada de lo cual iba a servirle ahora.
Al cabo de cinco horas dejó el camino que llevaba a la costa, y se desvió hacia el sur. Pero no se dirigió a las ciudades del interior sino al desierto.
El cielo estaba despejado. Ni una nube deshilachada. Ni una de esas pinceladas blancas que se diluyen en la profundidad del azul. La jornada prometía ser calurosa.
En el pueblo de Fujayrah pidió alojamiento en casa de un conocido. Luego se uniría a una caravana. A su anfitrión lo extrañó verlo solo, pero no se entrometió. A sus preguntas corteses Esdras respondió con vagas explicaciones.
Tuvo que quedarse en Fujayrah dos días. Ése fue el tiempo que necesitó la caravana para reorganizarse, pues se le había unido un nuevo contingente de mercaderes y viajeros.
La larga comitiva partió al tercer día, desenrollándose como una serpiente cuya cabeza se adentraba más y más en el desierto. Esdras se sumó a ella sin mezclarse con sus miembros.

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