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Posts Tagged ‘acantilado’

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No disponíamos de mucho tiempo para llegar al observatorio.
El disco solar estaba a la altura de esos árboles altísimos que, como gigantes en medio de una tribu de pigmeos, sobresalían de la masa forestal circundante.
Por su lado derecho, la pista descendía en un suave talud que acababa en un terreno pantanoso.
Dejé el coche en la explanada que habían habilitado como aparcamiento, y nos dirigimos al mirador, una especie de fortín del Lejano Oeste.
Esta pintoresca construcción en armonía con el paisaje era provisional. Las autoridades habían recurrido a la madera porque era abundante y barata, pero tenían pensado sustituirla por sillares de piedra caliza, un material inexistente en la isla que había que importar.
Con los prismáticos colgados del cuello, subimos los dos cómodos tramos de escalera y llegamos a una espaciosa plataforma, en cuyo antepecho nos acodamos.
El sol se ocultaba tras la selva, desde donde los monos lanzaban agudos chillidos.
Aprovechando que todavía disfrutábamos de suficiente luz, propuse a mi hijo localizar en las horquetas de las ramas y en las grietas de los troncos las delicadas orquídeas de Maweli.
Se trata de una variedad que combina el anaranjado y el violeta. El resultado es de una insólita belleza. Con todo derecho figura en el escudo de este país.

                                  
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Pero lo que interesaba a Raúl era el famoso acantilado.
Tras la zona pantanosa, en el mismo lindero de una selva impenetrable, se erguía una cresta rocosa, que había generado multitud de hipótesis científicas a cual más descabellada.
Se podría pensar que la exuberancia vegetal acabaría engullendo esa mole de piedra. Nada más lejos de la realidad. Ni los bejucos ni los manglares cubrían un solo palmo de ese afloramiento.
Sólo los monos lo recorrían saltando de un saliente a otro, con total indiferencia por esa rareza geológica en la que se despiojaban tranquilamente.
A esa hora de la tarde quedaban pocos monos en el acantilado. Los que todavía andorreaban por allí saldrían corriendo de un momento a otro. Esta huída, acompañada del correspondiente griterío, formaba parte del espectáculo.

                                  
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La claridad diurna adoptó un tinte rosáceo que presagiaba la caída de la noche.
Durante un rato mi hijo y yo escudriñamos en silencio esa cresta rocosa, perforada de innumerables cuevas, que cobijaba a una nutrida colonia de murciélagos. La mayor del planeta, según la secretaría de Turismo de Maweli.
Este dato está pendiente de las últimas comprobaciones, pero, en cualquier caso, tan populosa y turbulenta como para tener el honor de convertirse en una atracción turística. A esto hay que añadir que los murciélagos tienen el tamaño de un conejo.
Di una pasada con los prismáticos por los manglares y distinguí enjambres de insectos entregados a una frenética actividad. Las compactas nubes, cuando se posaban en un arbusto o en un tronco descolorido, los recubrían por completo.
Raúl exclamó:
− ¡Cuántos mosquitos!
Como creí percibir en su voz una nota de alarma, dije para tranquilizarlo:
−No son mosquitos.
−Entonces ¿qué son?
No tenía ni idea. Seguramente eran mosquitos, ¿qué otra cosa podían ser?

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