Pequeñas muertes cotidianas,
pequeñas muertes silenciosas
que te acechan calladas y tenaces
y te asaltan al torcer una esquina.
Son amantes de un día,
o más bien de un minuto,
que te salen al paso,
y con sus yertos labios
te besan fugazmente,
y con sus manos lívidas
acarician las tuyas.
Y clavan en tus ojos
su vidriosa mirada
de idéntica fijeza
a la de las serpientes.
Diminutas y fogosas amantes
capaces de las mayores entregas
en brevísimos espacios de tiempo.
Amantes pizpiretas que se enganchan
a tu brazo y tiran de ti
hacia su seno
con olor a flores marchitas
y frescura de sepulcrales lápidas,
que te cogen del brazo
como la novia de tus dieciocho años
y pegadas a tu flanco susurran,
entre estertores y resuellos,
promesas de fidelidad eterna
en el profundo reino del Averno.
Con cuánta pesadumbre
desanudan su brazo,
desvían su mirada,
disponen la partida.
Antes de abandonarte
te rozan una última vez,
oh gesto tierno y ponzoñoso,
con la punta de sus huesudos dedos.
Y se emboscan de nuevo
y salen a tu encuentro
cuando menos lo esperas,
para rendirte
con sonrisa falaz
y algunas carantoñas
un dudoso homenaje.
Pequeñas muertes cotidianas,
pequeñas muertes silenciosas
que lanzan una vaharada de frío
en la entraña ardorosa del estío.

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