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Posts Tagged ‘condena’

                              VII
Cuando se percató de que lo habían abandonado a su suerte, era tarde para quitarse de en medio.
Los otros habían ido ocupando posiciones. Desde su atalaya no le pasaron desapercibidas las maniobras encaminadas a rodearlo y a cubrir la retaguardia en previsión de cualquier eventualidad.
Se acercaron describiendo un amplio círculo que se iba estrechando de forma que no quedase un palmo de terreno sin explorar.
Sólo le dio tiempo de bajar apresuradamente de la roca, pero un destacamento de soldados enemigos le interceptó el paso, tomando como primera providencia la de maniatar al prisionero.
A continuación lo condujeron a empellones a su cuartel general donde fue juzgado en sumarísimo consejo de guerra.
Durante el proceso el condenado se obstinó en un mutismo del que apenas lograban sacarlo con mojicones y amenazas. De todas formas el interrogatorio fue breve. Se trataba a todas luces de una causa perdida.
Sólo había que esperar la condena y rezar para que ésta fuese benévola.
La lealtad del zangolotino hacia sus camaradas durante el juicio fue insobornable.
Lo sentaron en el suelo y le ataron también los pies. Luego establecieron turnos de vigilancia. Hasta el anochecer se fueron alternando con regularidad castrense, siendo el frío y la oscuridad los que pusieron fin al cautiverio.

 

 

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                                 II
El oso, cuya paciencia tenía un límite, harto de explicaciones y acribillado de aguijonazos, reaccionó airadamente un día.
La gota que rebosó el vaso no fue otra picadura a traición, sino el sermón que encima tuvo que soportar.
Una avispa de cintura estrechísima y ojos azules le dijo sin parpadear que las dosis de veneno inyectadas eran por su bien, para que recuperase la conciencia social. En esos términos se expresó ese insecto redicho y presumido. “Hasta aquí hemos llegado” respondió el oso, al que también le reprochaban su vozarrón.
Ni iba a dejar de roncar, porque eso era algo que no dependía de su voluntad, ni iba a dejar de andar como lo hacía, porque era un oso y no una comadreja, ni tampoco iba a dulcificar su voz con jarabe de arce o haciendo gargarismos con una mezcla de agua caliente, zumo de limón y miel como le habían aconsejado. Los elefantes barritan, los pájaros pían y los osos tienen una voz retumbante. Sólo los peces y los muertos guardan perpetuo silencio.
En un arranque de cólera, el oso cogió un palo y se dirigió al nido de avispas derribándolo a trancazos limpios.
Descargó furibundos golpes y pisoteó los trozos que cayeron a su alrededor, de forma que sus moradoras más tardas en reaccionar, las menos avispadas, se podría decir, acabaron despachurradas en sus casillas de barro.
Este atentado con víctimas provocó un escándalo en el bosque. El oso fue criticado, censurado y denostado. Las avispas, por muy chinchorreras que fuesen, no se merecían ese castigo desproporcionado.
Las martas, llevándose las manos a la mancha amarilla del cuello, los armiños, alisándose su pelaje estival de color canela, las gráciles comadrejas que no podían estarse quietas, los turones, las garduñas, las somnolientas marmotas, todos los dulces animales del bosque reunidos en cónclave coincidieron en que el oso no era digno de vivir en comunidad.
Aunque era cierto que las avispas no caían simpáticas, y los dulces animales las rehuían, sobre todo los que habían probado el sabor de su veneno, para ellas sólo hubo palabras de aliento y de apoyo en su justa reivindicación de venganza.
A ese mostrenco achocolatado había que desterrarlo. Se oyeron gritos de: “¡Fuera! ¡Fuera!”. La solidaridad con las diezmadas avispas se tradujo en una condena unánime.
Todas las soluciones que habían propuesto al oso, habían caído en saco roto. Todas habían sido desatendidas. Los aguijonazos recibidos, que serían dolorosos pero que no eran mortales, estaban justificados.
Era un animal violento, incapaz de controlar sus estados de ánimo. Un peligro público como lo demostraban su conducta antisocial, su ofuscación asesina y su perseverancia en el error. La masacre perpetrada no podía quedar impune.

 

 

 

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