XXVI
No sé qué le infundían mis juegos infantiles.
Lo ponían frenético.
Veía que temblaba igual que un azogado
cuando me descubría a ellos entregado.
Si no fuese porque era un caso manifiesto
de impotencia incurable,
diría que embargábalo el placer del orgasmo,
tal era el alborozo que afloraba a su rostro.
Tan abstraído estaba que cuenta no me daba
de que era observado, de que solo no estaba,
hasta que una risita, aterrado, escuchaba.
Entonces me volvía y allí me lo encontraba
en la misma actitud de quien pilla in fraganti
a un vulgar ladronzuelo.
Más tarde escucharía, cuando público hubiese,
sus consideraciones.
En verdad lo callado era más torturante
y encerraba más bilis que lo que ese tunante
exponía a las claras.

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