En la escuela zurraban la badana. Unos más y otros menos, todos los maestros imponían castigos corporales. Cada uno tenía su especialidad o manía.
Don José, pese a su apariencia bonachona rondando la chochez, era de un refinamiento oriental a la hora de infligir castigos. No llamaba nunca a su mesa al alumno díscolo o distraído sino que se levantaba él mismo y, mascullando palabras ininteligibles, se dirigía con sus pasos irregulares y torpes de viejo achacoso al pupitre del encausado.
Cuando llegaba a su destino, sin dejar de chapurrear, alargaba la mano y cogía entre sus dedos el mechón de pelo situado a la altura de la oreja, justo en el nacimiento de la futura barba. Y con exasperante parsimonia tiraba hacia arriba.
Había que resistir bravamente sin despegar el culo del asiento, estando permitido a lo sumo doblar un poco la cabeza. Si su presa respetaba esta regla de oro, don José la abandonaba pronto. Pero, en el caso contrario, seguía tirando de la patilla hasta poner de pie primero y luego de puntillas al imprudente que se había incorporado para contrarrestar el dolor.
A los alumnos reincidentes los llevaba de ese modo a un rincón de la clase, donde los ponía de cara a la pared. Allí los dejaba acariciándose la sien hasta que sonaba la campanilla.
Don Santiago era apreciado por pasarse el rato leyendo el periódico y por repartir coscorrones sólo en situaciones extremas. Por desgracia pidió traslado y se fue a otro pueblo. Sus pupilos lo sintieron porque el nuevo nadie sabía cómo se las gastaba, pero era poco probable que fuese tan tolerante como su antecesor.
No obstante, era preferible lo desconocido, pues lo malo conocido era tan malo que nadie lo deseaba.
Don Antonio y don Luis, aun siendo sus métodos opuestos, eran detestados por igual. El primero practicaba el terror físico y el segundo el terror psicológico. Los resultados eran idénticos: en ambas clases reinaba un silencio sepulcral.
Don Antonio tenía una colección de reglas, que utilizaba para “calentar las manos”, y de cimbreantes varas de olivo, renovadas con regularidad, con las que “sacudía el polvo de las asentaderas”. No desdeñaba tampoco la indiscutible eficacia de un par de bofetadas.
Como era un enamorado de los escarmientos ejemplares, sus castigos revestían un carácter solemne y espectacular. Cuando el reo subía al estrado a recibir su tanda de reglazos o varazos, las actividades escolares se interrumpían, no reanudándose hasta que don Antonio, arrebolado por la emoción y el esfuerzo, dirigía una mirada maligna a la clase.
Investido de la autoridad que le conferían el rango de director y su dilatada experiencia docente, don Luis se enorgullecía de mantener una disciplina cuartelera sin necesidad de ponerle a nadie la mano encima.
En sus inicios había administrado jarabe de palo a discreción, pero a estas alturas podía prescindir de semejante recurso, no por escrúpulos de conciencia sino por prurito profesional.
Este dómine grueso y de ojos de besugo había superado el estadio de verse obligado a propinar una paliza a un niño revoltoso, desobediente o descuidado en sus tareas. Su arsenal estaba compuesto de comentarios burlones, amenazas veladas y gestos autoritarios.
Ni que decir tiene que, cuando el señor director se enfadaba y daba una voz, los cimientos del edificio se conmovían y la clase se llevaba una semana conteniendo la respiración.
Don Tomás, hombre de mediana edad, tremendamente serio, estricto cumplidor de sus deberes, completaba el elenco de maestros. Se rumoreaba que había dejado de sonreír desde el fallecimiento de su hija.

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