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Posts Tagged ‘doña Leonor’

Habiendo llegado su último momento, según parecía, estaba decidido a dejar bien atado ese asunto de indudable repercusión pública.
Nadie debía estar presente cuando expirara. Lo que se dice nadie. Sólo la muerte y él frente a frente. Como había demostrado a lo largo de su enconada carrera, él tenía agallas para eso y para más.
No contaba con doña Leonor, una devota suya que se las arregló para burlar ese veto absoluto. Y no sólo ella sino también su tercera mujer y algún que otro compañero.
Por diferentes razones, unos por admiración y otros porque demasiado lo habían aguantado para achantarse una vez más, allí estaban. No, desde luego, en el dormitorio donde yacía el supuesto agonizante. Como sigilosos gatos, rondaban por los alrededores de la habitación.
Puesto que el tiempo pasaba y era necesario saber si se había producido el luctuoso acontecimiento, doña Leonor propuso entrar.
Con mayor o menor grado de pesadumbre comprobaron que el líder vivía aún.
Ellos habían sido testigos de su afán por controlarlo todo: lo de dentro, lo de fuera, lo de arriba y lo de abajo. A cuenta de esto había tenido muchos problemas porque la gente, salvo casos patológicos, se resiste a tanto mangoneo.
Como él no reconocía un solo error, se había visto cada vez más arrinconado, sin que los varapalos le bajasen los humos.
Ahora, en el tránsito final, quería dar ejemplo de cómo debía comportarse un descreído recalcitrante.
Él rechazaba de plano lo sobrenatural. Más aún, le servía de chacota.
Él sólo creía en sí mismo con una fe inquebrantable.
Lo que él pensaba, lo que él soñaba, lo que él deseaba, lo que él planeaba, resumiendo: lo que él disponía era su único dios y el dios ante el que los demás debían prosternarse.
Numerosos eran los que, en vez de humillarse, reaccionaban airadamente y lo mandaban a hacer gárgaras.
Pero el líder, convencido de que eran siempre los demás quienes andaban descarriados, y fiando en sus facultades hipnóticas, había perseverado en su intransigencia sin desfallecimiento.
Por eso había prohibido que nadie se acercara a su lecho de muerte. Y no porque no lo viesen hacer visajes, desfigurado por la ansiedad de la partida inminente, como algunos pensaban.
Él no tenía miedo a esa señora descarnada, a la que trataría con el mismo desprecio dispensado a aquellos que no compartían sus ideas.
Doña Leonor y los otros fueron testigos, no obstante, de cómo el líder apretaba las mandíbulas, el trasudor humedecía su cara desencajada, se resistía a morir en suma.
Grande fue el estupor de los presentes cuando el líder abrió los ojos y miró a los intrusos con benevolencia. En su semblante se pintaba la beatitud.
Como doña Leonor explicó más tarde ateniéndose a la estricta verdad, el líder había tenido un terrible retortijón de tripas felizmente resuelto.
Cuando se recompuso, balbució algunas incoherencias. Le hubiese gustado adoptar un tono reprobador pero, en vez de ponerse desagradable, esbozó una sonrisa de placidez mientras dejaba hacer a su mujer.

 

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