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Posts Tagged ‘Gabriel’

Este relato de Pedro Antonio de Alarcón es un buen ejemplo de cómo lo sobrenatural irrumpe en lo cotidiano trastocando la vida de quien tiene, o más bien sufre, esa experiencia. El narrador, que se llama Gabriel, cuenta el siniestro fenómeno que Telesforo X., un ingeniero de caminos, es decir, un hombre racionalista del que no cabe sospechar veleidades fantasiosas, le refirió a su vez en toda confianza.

Se trata de “una circunstancia horrenda y misteriosa”, de “un agüero infernal” que va a repetirse como una maldición hasta conseguir su objetivo.

A Telesforo X., desde siempre, le ha asustado encontrar “a una mujer sola, en la calle, a altas horas de la noche”. Literalmente se le ponía la carne de gallina.

Una madrugada de frío y viento venía de una timba “cuando, a poco de penetrar en mi calle por el extremo que da a la de Peligros, y al pasar por delante de una casa recién construida de la acera que yo llevaba, advertí que en el hueco de su cerrada puerta estaba de pie, inmóvil y rígida, como si fuese palo, una mujer alta y fuerte, como de sesenta años de edad, cuyos malignos y audaces ojos sin pestañas se clavaron en los míos como dos puñales, mientras su desdentada boca me hizo una mueca horrible por vía de sonrisa”.

Así se inicia el calvario de Telesforo X. que huye despavorido. La mujer, además, lo siguió como su propia sombra. Lo siguió muy de cerca como descubre con espanto el ingeniero cuando vuelve la cabeza. A continuación sobreviene la muerte de su padre.

Y tras el segundo encuentro con la mujer alta, en el que dialoga con ella y, desesperado, explota, la de su novia, Joaquinita Moreda.

“-Pero ¿quién es usted? –le dije sin soltarla-. ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué tiene usted que ver conmigo?
-Yo soy una débil mujer…-contestó diabólicamente-. ¡Usted me odia y teme sin motivo! Y si no, dígame usted, señor caballero: ¿por qué se asustó de aquel modo la primera vez que me vio?
-¡Porque la aborrezco a usted desde que nací! ¡Porque es usted el demonio de mi vida!
-¿De modo que usted me conocía hace mucho tiempo? ¡Pues mira, hijo, yo también a ti!
-¡Usted me conocía! ¿Desde cuándo?
-¡Desde antes que nacieras! Y cuando te vi pasar junto a mí hace tres años, me dije a mí misma: ¡Este es!
-Pero ¿quién soy yo para usted? ¿Quién es usted para mí?”.

Tras responderle malvadamente que ella es el demonio, y escupirle en la cara, la mujer alta, con su abaniquito en la mano, se aleja con las faldas levantadas hasta más arriba de las rodillas, sin hacer ruido y a una velocidad prodigiosa, dejando a Telesforo abatido y con un palmo de narices.

El propio narrador, en el cementerio de San Luis, ve a una vieja que responde a la descripción de su amigo, “con su enorme nariz, con sus infernales ojos, con su asquerosa mella, con su pañolejo de percal y con aquel diminuto abanico que parecía en sus manos el cetro del impudor y de la mofa”.

La mujer alta le devuelve la mirada y, como si leyera el pensamiento a Gabriel, se echa a reír.

 

 

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Mercedes

OrzaSabía dónde encontrarla. Así que no perdí el tiempo buscándola por la casa ni preguntando a nadie.
Me dirigí directamente al rincón donde ella se refugiaba con un libro.
Allí estaba, en efecto, junto al ventanal, sentada en una silla baja, colocada de forma que la luz natural diese de lleno sobre las páginas de la novela.
“Vengo a hablar contigo. Quiero consultarte una cosa” dije.
Pareció no oírme. Estaba embebida en la lectura. Por fin, levantó la cabeza y me miró. En sus ojos había un fondo de tristeza.
Mercedes era menuda y tenía el pelo rizado. Iba por el mundo sin hacerse notar.
Entrecerró el libro, se quitó las gafas y me miró largamente, como si no me conociera.
“Quería preguntarte una cosa” repetí.
Mercedes era callada y tenía tendencia a ensimismarse. Era una gran profesional de la cerámica.
Desvió la mirada hacia el ventanal y contempló la calle con sus naranjos y sus estatuas.
No le gustaba salir ni relacionarse. Su vida social se reducía a lo estrictamente necesario. Prefería pasear por el campo. También era amante de las tradiciones, aunque no participase en ellas, y anteponía la vida familiar a otros intereses.
Basándome en comentarios suyos, siempre de pasada, deduje que Mercedes había tenido una infancia intensa.
Ese día estaba más reconcentrada que de costumbre. Tras disfrutar de la hermosa perspectiva de la calle, fijó de nuevo sus ojos en mí y me planteó la cuestión que le rondaba por la cabeza.
“Gabriel, ¿por qué seré tan rara?”
Mi respuesta fue inmediata y categórica: “Tú no eres rara. Los raros son los demás”.
Mercedes esbozó una sonrisa y dijo: “¿Qué querías preguntarme?”.

 

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