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Posts Tagged ‘Homero’

I

Es uno de los grandes. Uno de los escritores a los que se puede volver cuantas veces se quiera sin temor al desencanto. Por el contrario en cada relectura se obtendrá una recompensa. De pocos narradores se puede afirmar tal cosa.

Borges crece a medida que pasa el tiempo. Esa es mi experiencia. Al principio lo tenía por un resabido, por un señor con una vasta cultura aficionado a soltar alguna que otra “boutade”, a epatar al personal. Hoy pienso que nada más lejos de la realidad que esa actitud de pueril provocación. Sencillamente cuando hablaba solía dar en el clavo y eso resultaba irritante, sobre todo en ciertos sectores.

Superado ese fastidio inicial, producto de la propia inmadurez y mediocridad, la admiración por Jorge Francisco Isidoro Luis no cesa de incrementarse. Remontada la antipatía que un hombre tan inalcanzablemente erudito suscitaba, con fabulosa memoria, con conocimiento de diversos idiomas, sólo quedaba rendirse ante quien manejaba el suyo con perfecto dominio. En una ocasión confesó que solía incluir deliberadamente algún fallo en sus textos. Homero condescendía a dormitar de vez en cuando.

Borges es un escritor incómodo y difícil de clasificar. Su inmensa popularidad es un hecho sociológico digno de estudio, un fenómeno que ha escapado al ámbito meramente libresco, una mancha de aceite que no deja de extenderse en todas direcciones.

Hablaba de sus exabruptos que tanta polvareda levantaban, y que tanta verdad encerraban. Su perspicacia le hacía poner el dedo en la llaga. No es que fuese un insolente. Era alguien que decía en voz alta lo que otros callaban, o que exponía sus pensamientos con educación pero sin tapujos. A lo mejor él cultivaba la irreverencia como otro género literario más. Sea como fuere hay que agradecérselo.

Ninguna duda de que la corrección que planea sobre nuestras cabezas, le habría inspirado unas cuantas frases de antología. Posiblemente la habría convertido en una diana en la que clavar los dardos de su ingenio.

“Grosso modo” esa es la razón por la que le escamotearon el Nobel. Los miembros de la Academia Sueca son demasiado correctos para dar un premio a quien tuvo la osadía de recibir un doctorado “honoris causa” de manos de Pinochet. Méritos le sobraban al argentino, pero había que castigarlo por compadrear con un dictador de derecha. Otra cosa habría sido que el dictador fuera de izquierda. Y también por sus ideas que él no tenía la cautela de ocultar o maquillar.

En Francia, donde oficialmente todos se declaran de izquierda, tuvieron menos prejuicios al respecto y la biblioteca para ciegos sita en el centro George Pompidou se llama “Jorge Luis Borges”. En Oaxaca hay otra de las mismas características que también lleva su nombre.

La Academia Sueca, que hila tan delgado, prefiere conceder su galardón a escritores como Patrick White, que será conocido en Australia. Borges comentó que allí vieron una enorme extensión de terreno que aún no había sido agraciada, y se dirían que había que “desfacer” ese entuerto.

La verdad es que Borges se ganaba a pulso su reputación, porque él tenía que ser consciente de las consecuencias de aceptar el título honorífico concedido por la Universidad de Chile. También sentenció que la democracia era un abuso de la estadística. No era esa la mejor manera de hacer amigos. Si no fuera porque su excelencia profesional lo impedía, muchos no lo habrían mirado a la cara.

 

 

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29.- ¿Existe el progreso o es otro embeleco? El progreso es una lucha contra el tiempo en la que éste sale siempre ganando. Ahora bien, nos complace y nos tranquiliza comprobar que al menos conseguimos retardar sus efectos. E incluso esta demora o retroceso nos hace albergar esperanzas de eterna juventud, de inmortalidad. Pensamos que el tiempo puede ser derrotado.
Ésta es una ilusión como cualquier otra, con la que se puede vivir a condición de no olvidar que el olmo no produce peras. De lo contrario esa ilusión se convierte en un peligro mortal.
Nuestros lamentos, nuestro terror proceden de la comprobación de que la corriente temporal acaba arrollando todos los diques que se erigen para contenerla. Y también de la comprobación de que el tiempo es cambio perpetuo. ¿Cómo saciar el deseo de permanencia y de plenitud que alberga el corazón?
Ese deseo, esa aspiración de realización total, de perfección, que no se pueden alcanzar en las continuas mudanzas a que estamos expuestos, es lo más genuinamente humano.
Las utopías tienen su origen en esa aspiración. Las utopías son un rechazo del cambio. Son la instauración, en el ámbito social, de formas permanentes que nos faciliten esa ideal de realización suprema.
Platón le tenía pánico al cambio. Para neutralizarlo el filósofo ateniense escribió “La República” y “Las Leyes”, Tomás Moro “El libro del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía”, y San Agustín “La ciudad de Dios”, entre otros meritorios esfuerzos de ofrecer al individuo un cuadro en que desarrollarse armoniosamente.
No es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque nos lo parezca cuando echamos un vistazo a la actualidad, como tampoco lo serán esos espléndidos futuros prometidos por el progreso técnico, esos paraísos terrenales que agitan ante nuestras narices, esas nuevas ediciones de la fábula del burro y la zanahoria.
Cabe preguntarse si esos avances que supuestamente nos van a colmar de felicidad, no son en realidad más que una huida que nos va alejando de nuestro origen o de nuestro centro.
En el deseo de permanencia hay un rechazo del mal o de los males que aparecen en cuanto abrimos la caja de los cambios. Estos reajustes, remodelaciones, reorganizaciones, sangrientos e incontrolables en el caso de los procesos revolucionarios, no pueden llevarse a cabo sin incurrir en graves atropellos que son justificados invocando a Maquiavelo.
En realidad, esos crímenes y desafueros están bastardeando la bondad de los fines, los están descalificando. Ningún edificio firme se puede construir sobre esa base podrida, que tarde o temprano acaba pasando factura.
Dado que los cambios comportan injusticias y pérdidas, la permanencia se ofrece como la otra posibilidad de crear una sociedad sin tacha.
Platón, en concreto, no deja un cabo sin atar. Todo está reglamentado, pues cambio significa decadencia, retroceso, corrupción.
Los lamentos, los llantos vienen de la constatación del inexorable paso del tiempo y de las calamidades que este hecho conlleva. John Donne se quejaba y los profetas y Homero, como consigna Lino Althaner en este artículo.
En todas las épocas hay voces que se elevan para entonar ese canto elegiaco, para certificar que el tiempo no respeta nada. Ante esto surgen las reacciones utópicas y también otras propuestas como la que el autor de “Todo el oro del mundo” brinda: escuchar al Maestro que vive en cada uno de nosotros. Ésta es una solución o un recurso al alcance de cualquiera. Una decisión que no afecta a nadie más que a uno mismo. No hay que organizar grandes movimientos sociales. No hay que darle la matraca al vecino. Sólo hay que asumir lo que afirmara san Agustín: “In interiore homine habitat veritas”.
Así que no es necesario ir a ningún sitio sino permanecer y profundizar en uno mismo hasta encontrar esa gema resplandeciente. Es el mismo consejo dado por los alquimistas en esta fórmula: “Visita interiora terrae rectificando invenies occultum lapidem”.

 

 

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