Durante la comida se produjo el temido cuestionamiento de la comedia social, de las vanidades mundanas, de todo lo que supuestamente hace las delicias de los mortales.
Al principio todo transcurrió bien. El momento del encuentro, los formalismos previos, el aperitivo en la barra.
Tomaron una cerveza y estuvieron charlando un rato. El dueño del restaurante, un antiguo conocido, les dio a probar el aliño de patatas.
El local, con escasos clientes cuando ellos llegaron, se fue llenando. Aunque habían reservado una mesa, él observaba con el rabillo del ojo la afluencia de gente. Era un acto reflejo. Una reacción inevitable.
Por fin se sentaron e hicieron la comanda. Para beber eligieron un blanco de Rueda.
La conversación se mantuvo animada hasta que el camarero trajo el bacalao con verduras, una recomendación de la casa en consonancia con el tiempo pascual.
Cuando vio ante sí el plato del que debía dar cuenta, la marea agónica de la ansiedad subió y extendió sus aguas negras sobre el cuerpo del comensal, desmadejando sus miembros.
El trozo de bacalao que masticaba se convirtió en una bola estropajosa e intragable. Las fibras del pescado se introducían entre los dientes y le recubrían las encías, exasperándolo e incitándolo a utilizar, según conviniera, un dedo o una uña en la tarea de limpieza.
Sustituyó el vino por agua que bebió a largos sorbos, tanto para empujar el bocado como para contrarrestar los efectos de una insuficiente desalación.
Tuvo que levantarse e ir al cuarto de baño. Tras estirar las piernas, respirar hondo y enjuagarse la cara, regresó a la mesa. Pero no pudo acabar la comida. En cuanto al postre, una porción de tarta de tres chocolates, se limitó a picotear.
Luego estuvieron paseando, se sentaron en una terraza y tomaron café y licor de hierbas con hielo.
Comprobó una vez más que, cuando se conoce el reverso de la moneda, es imposible tomarse en serio demasiadas cosas. Lo que uno espera de la vida no coincide con lo que los demás esperan. La felicidad no se cifra en los mismos objetivos.
Comprobó también que no vale la pena dar explicaciones, pues éstas rebotan en la incomprensión, en la resistencia, en el rechazo.

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