
Esa bola de sebo corredora, que se diría escapada de Liliput, era un mensajero que los dioses, movidos por la compasión, habían enviado.
Aires de fiesta se respiraban en el pueblo. Las casas se vaciaban de sus moradores que, en grupos compactos, se dirigían al lugar donde más recientemente había sido avistado el minúsculo paquidermo.
Los vecinos amenizaban su búsqueda con cantos y palmas al tiempo que reclutaban nuevos contingentes de curiosos.
Al cabo de una hora, varias columnas recorrían el pueblo con un único objetivo: acorralar y apresar al gorrino.
Sólo los viejos permanecían recostados en el quicio de la puerta o sentados en el umbral. Pero como la euforia era general, cuando una comitiva pasaba por delante de ellos, sentían el impulso de sumarse. Arrebato que sus cuerpos desgastados y achacasos impedían materializar.
Ellos fueron los primeros en advertir algo raro.
Se sucedían los desfiles con sus enjambres de niños que servían de enlace entre los distintos batallones, a los que escoltaban alborotando y soplando a pleno pulmón en unos trompetines que nadie sabía dónde los habían agenciado.
Con una punta de ansiedad, los viejos preguntaban si aún no habían dado caza al lechón. Ante la respuesta negativa, volvían a preguntar si al menos se sabía por dónde andaba. Sobre este particular las versiones eran contradictorias.
Procurando hacer oír su cascada voz en medio de la algarabía, planteaban la siguiente cuestión: “¿Quién ha sido el último que ha visto al cerdito?”.
Los interpelados se encogían de hombros y contestaban que no tenían ni idea.
Escamados, los viejos aconsejaban a sus convecinos que tuviesen cuidado, pero su advertencia se perdía en el tumulto sin tener eco.
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In illo tempore (XXX)
Posted in In illo tempore, tagged el cerdito, Liliput, los perros, los viejos on octubre 11, 2011| Leave a Comment »