“La oscuridad avanza en la misma medida en que el misterio retrocede”.
Numerosos fieles arrugaron el ceño. La alocución del sacerdote no era de su gusto. Pensaban que debía limitarse a cumplir con los ritos establecidos.
Para unos pocos, sin embargo, esas palabras estaban repletas de sentido. Cada uno de ellos, según su capacidad, había observado ese progreso y ese repliegue.
El sacerdote vestía una túnica de lino con una cenefa dorada. En una mano tenía una rama de mirto.
En lugar de rendir honores a la imagen que tenía a sus espaldas, hablaba otra vez de la oscuridad. Estaba haciéndose viejo o estaba perdiendo la cabeza. Tal vez ambas cosas.
El sacerdote se esforzaba por encontrar el tono y la expresión certeros que lograsen despertar a la multitud congregada en el templo.
Prudentemente se abstenía de aludir a las criaturas demoniacas empeñadas en destruir los deseos de salvación que alberga el corazón humano, y que constituyen su mayor tesoro.
Se preguntaba cómo podía explicar que el misterio está fuera y está dentro, nos rodea y nos conforma.
No sólo estaba en peligro su cargo sacerdotal sino su propia vida.
Sabía que estaba en el punto de mira de algunos lugartenientes.
Desafiar al poder implicaba asumir la contingencia del sacrificio.
“Hay que detener el avance de las tinieblas. Si no actuamos, nos engullirán. Debemos preservar el misterio del que venimos y al que vamos. El misterio es la garantía de nuestra condición de seres humanos. La otra opción es convertirnos en patéticos comparsas o en desalmados esbirros”.

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