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Posts Tagged ‘los perros’

In illo tempore (XXXV)


¿Un gato se asustó y trató de escapar atravesando las filas de sus tradicionales enemigos? ¿Un niño quiso despertar a varios borrachos hacinados en el suelo echándoles un cubo de agua? ¿Un perro que giraba sobre sí mismo en un vano intento de cogerse la cola, al ver que no lo conseguía, atacó a uno de los juerguistas?
Un aullido más agudo desencadenó un concierto infernal. El pueblo rebosaba de prolongados ladridos a los que se unieron bien pronto los gritos de terror de sus habitantes.
La gente, para ponerse a salvo, empezó a correr, acicateando de esta forma la saña de sus perseguidores.
Los que aún conservaban restos de lucidez se armaron con objetos contundentes o se envolvieron el antebrazo con la chaqueta, sin obtener mejores resultados que los que se dieron a la fuga a cuerpo descubierto.
Una mujer, paralizada por el miedo, esperaba con los pelos revueltos el fatal desenlace. Aquel se defendía repartiendo mandobles. Otro juraba y perjuraba desde la ventana a la que se había encaramado, y desde la que propinaba puntapiés. Algunos se revolcaban con sus atacantes en el suelo.
La población fue pasto del furor de las hordas caninas.
Aparte de los viejos, pocas personas mantuvieron la integridad física.
Atrincherados en sus casas o en lugares inverosímiles, los que estaban a salvo escuchaban con el corazón en un puño y la cabeza entre las manos el ensordecedor griterío de sus convecinos.

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De pelaje gris y talla mediana, estaban aquejados de extraños tics. El pueblo se llenó de ellos. Ya no aparecían solitarios por las esquinas y ahí se quedaban. En grupos de tres o cuatro se aproximaban a esas aglomeraciones cuyos componentes se movían en zigzag o se entregaban a impúdicos manejos, donde nadie era dueño de sí mismo ni se atrevía a espantar a esos espectadores jadeantes.

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Cuando el viejecito se acercó a esa sombra más intensa que la oscuridad reinante en el zaguán, comprobó que no se había equivocado. Eso se movía, acezaba, tenía dos puntos brillantes.
Lentamente, con el bastón en alto para protegerse de un ataque, retrocedió hasta encontrar con la mano libre la cancela, que cerró con suavidad, siempre de cara a ese bulto negro.
La frente del viejo, que se quedó inmóvil, con la vista clavada en esa sombra, estaba cubierta de gotas de sudor.
Estaba tan sobrecogido que no se le había ocurrido encender la luz.
En el marco de la puerta del comedor se dibujó la silueta de una mujer encorvada. Preguntó a su marido por qué estaba tan callado. El viejo siseó, pero su mujer, intrigada, no sólo volvió a repetir la pregunta, sino que le hizo notar que el escándalo exterior había disminuido considerablemente.
El viejo no dijo nada.
“Enciende la luz” le ordenó.
El perro los miraba con ojos desencajados. Tenía el cuello torcido y los pelos erizados. Dio un paso y lanzó un gruñido. De la boca le manaba un hilo de baba.
Por un momento pareció que había tomado la decisión de irse.
Presa de una fulminante crisis de furor que anonadó a los ancianos, se abalanzó sobre la cancela, entre cuyos barrotes trataba de meter la cabeza. Como no podía, empezó a morderlos.
Mientras el perro, resollando, prodigaba dentelladas a los hierros, el viejo musitaba: “Rabioso, está rabioso”.

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Cayó la noche. Las asambleas se habían convertido en verbenas, donde se hacía lo propio.
A medida que transcurría el tiempo, aumentaba el desenfreno.
Ante la atónita mirada de los viejos, que seguían espiando a través de los visillos y de las rendijas, se desarrollaron escenas procaces, como las que proliferan en ciudades contaminadas por la peste.
Alguien, sin dar importancia a ese hecho, divisó un perro escuálido al final de una calleja.
El animal, de ojos enterrados en las órbitas, babeaba y gemía. Cuando quiso dar un paso, se derrumbó. Tuvo varios espasmos y sus miembros se fueron agarrotando al tiempo que aumentaba su secreción salivar.
Sin producir alarma, este mismo episodio se repitió en diferentes puntos del pueblo.
La gente no reparaba siquiera en esos perros de pellejo pegado a la osamenta y con espumarajos en la boca, que casi no se tenían en pie.
Algunos mozos intrépidos los cogieron por el rabo y los arrastraron hasta los lugares de mayor concurrencia para animar más el cotarro.
Ante la visión de esos chuchos descarnados, las mujeres protestaban, hacían gestos de asco o se volvían de espaldas gritando que se llevasen “esa cosa”.
Los perros gruñían y hacían amago de morder, pero estaban demasiado débiles para debatirse.
Cuando los hombretones se cansaban de jugar con ellos, los abandonaban o les arreaban un garrotazo en la cabeza.
Con los cadáveres gastaban bromas. La que más les divertía era arrojarlos al interior de las casas.

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Esa bola de sebo corredora, que se diría escapada de Liliput, era un mensajero que los dioses, movidos por la compasión, habían enviado.
Aires de fiesta se respiraban en el pueblo. Las casas se vaciaban de sus moradores que, en grupos compactos, se dirigían al lugar donde más recientemente había sido avistado el minúsculo paquidermo.
Los vecinos amenizaban su búsqueda con cantos y palmas al tiempo que reclutaban nuevos contingentes de curiosos.
Al cabo de una hora, varias columnas recorrían el pueblo con un único objetivo: acorralar y apresar al gorrino.
Sólo los viejos permanecían recostados en el quicio de la puerta o sentados en el umbral. Pero como la euforia era general, cuando una comitiva pasaba por delante de ellos, sentían el impulso de sumarse. Arrebato que sus cuerpos desgastados y achacasos impedían materializar.
Ellos fueron los primeros en advertir algo raro.
Se sucedían los desfiles con sus enjambres de niños que servían de enlace entre los distintos batallones, a los que escoltaban alborotando y soplando a pleno pulmón en unos trompetines que nadie sabía dónde los habían agenciado.
Con una punta de ansiedad, los viejos preguntaban si aún no habían dado caza al lechón. Ante la respuesta negativa, volvían a preguntar si al menos se sabía por dónde andaba. Sobre este particular las versiones eran contradictorias.
Procurando hacer oír su cascada voz en medio de la algarabía, planteaban la siguiente cuestión: “¿Quién ha sido el último que ha visto al cerdito?”.
Los interpelados se encogían de hombros y contestaban que no tenían ni idea.
Escamados, los viejos aconsejaban a sus convecinos que tuviesen cuidado, pero su advertencia se perdía en el tumulto sin tener eco.

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