Feeds:
Entradas
Comentarios

Posts Tagged ‘los viejos’


Cuando el viejecito se acercó a esa sombra más intensa que la oscuridad reinante en el zaguán, comprobó que no se había equivocado. Eso se movía, acezaba, tenía dos puntos brillantes.
Lentamente, con el bastón en alto para protegerse de un ataque, retrocedió hasta encontrar con la mano libre la cancela, que cerró con suavidad, siempre de cara a ese bulto negro.
La frente del viejo, que se quedó inmóvil, con la vista clavada en esa sombra, estaba cubierta de gotas de sudor.
Estaba tan sobrecogido que no se le había ocurrido encender la luz.
En el marco de la puerta del comedor se dibujó la silueta de una mujer encorvada. Preguntó a su marido por qué estaba tan callado. El viejo siseó, pero su mujer, intrigada, no sólo volvió a repetir la pregunta, sino que le hizo notar que el escándalo exterior había disminuido considerablemente.
El viejo no dijo nada.
“Enciende la luz” le ordenó.
El perro los miraba con ojos desencajados. Tenía el cuello torcido y los pelos erizados. Dio un paso y lanzó un gruñido. De la boca le manaba un hilo de baba.
Por un momento pareció que había tomado la decisión de irse.
Presa de una fulminante crisis de furor que anonadó a los ancianos, se abalanzó sobre la cancela, entre cuyos barrotes trataba de meter la cabeza. Como no podía, empezó a morderlos.
Mientras el perro, resollando, prodigaba dentelladas a los hierros, el viejo musitaba: “Rabioso, está rabioso”.

Read Full Post »


Cayó la noche. Las asambleas se habían convertido en verbenas, donde se hacía lo propio.
A medida que transcurría el tiempo, aumentaba el desenfreno.
Ante la atónita mirada de los viejos, que seguían espiando a través de los visillos y de las rendijas, se desarrollaron escenas procaces, como las que proliferan en ciudades contaminadas por la peste.
Alguien, sin dar importancia a ese hecho, divisó un perro escuálido al final de una calleja.
El animal, de ojos enterrados en las órbitas, babeaba y gemía. Cuando quiso dar un paso, se derrumbó. Tuvo varios espasmos y sus miembros se fueron agarrotando al tiempo que aumentaba su secreción salivar.
Sin producir alarma, este mismo episodio se repitió en diferentes puntos del pueblo.
La gente no reparaba siquiera en esos perros de pellejo pegado a la osamenta y con espumarajos en la boca, que casi no se tenían en pie.
Algunos mozos intrépidos los cogieron por el rabo y los arrastraron hasta los lugares de mayor concurrencia para animar más el cotarro.
Ante la visión de esos chuchos descarnados, las mujeres protestaban, hacían gestos de asco o se volvían de espaldas gritando que se llevasen “esa cosa”.
Los perros gruñían y hacían amago de morder, pero estaban demasiado débiles para debatirse.
Cuando los hombretones se cansaban de jugar con ellos, los abandonaban o les arreaban un garrotazo en la cabeza.
Con los cadáveres gastaban bromas. La que más les divertía era arrojarlos al interior de las casas.

Read Full Post »


Parecía que la tierra se había tragado al cochinito. Quizás se había escondido en una casa. Quizás había escapado al campo, en cuyo caso nada se podía hacer.
Pero ¿y si el bribón, cansado como tenía que estar después de esas locas carreras, se hallaba agazapado y tembloroso debajo de una cama, detrás de una maceta o en un rincón oscuro?
Cada escuadrón especulaba sobre las razones de la desaparición y sopesaba las medidas que había que adoptar.
Dado que la polémica suscitada tenía visos de eternizarse y nadie quería irse sin conocer el desenlace de esta historia, hombres y mujeres se fueron acomodando en las aceras, en sillas sacadas de las casas e incluso en mitad de la calle.
Pronto empezaron a circular botellas de vino que eran trasegadas mientras los líderes de esas asambleas desgranaban sus argumentos.
Sólo los viejos estaban ausentes de estas deliberaciones al aire libre. Algunos, haciendo valer su experiencia de la vida, se dirigieron a sus vecinos desde los balcones o desde las azoteas de sus casas, instándolos a dar por concluida esta jornada y a regresar a sus hogares.
Fueron abucheados.
Una viejecita, a quien la terquedad de los confabulados exasperaba, los llamó “partida de cretinos”.
A punto estuvo de ser descalabrada por una botella que le arrojó un malnacido; la cual, haciéndose añicos, se estrelló contra los hierros de la barandilla.

Read Full Post »


Esa bola de sebo corredora, que se diría escapada de Liliput, era un mensajero que los dioses, movidos por la compasión, habían enviado.
Aires de fiesta se respiraban en el pueblo. Las casas se vaciaban de sus moradores que, en grupos compactos, se dirigían al lugar donde más recientemente había sido avistado el minúsculo paquidermo.
Los vecinos amenizaban su búsqueda con cantos y palmas al tiempo que reclutaban nuevos contingentes de curiosos.
Al cabo de una hora, varias columnas recorrían el pueblo con un único objetivo: acorralar y apresar al gorrino.
Sólo los viejos permanecían recostados en el quicio de la puerta o sentados en el umbral. Pero como la euforia era general, cuando una comitiva pasaba por delante de ellos, sentían el impulso de sumarse. Arrebato que sus cuerpos desgastados y achacasos impedían materializar.
Ellos fueron los primeros en advertir algo raro.
Se sucedían los desfiles con sus enjambres de niños que servían de enlace entre los distintos batallones, a los que escoltaban alborotando y soplando a pleno pulmón en unos trompetines que nadie sabía dónde los habían agenciado.
Con una punta de ansiedad, los viejos preguntaban si aún no habían dado caza al lechón. Ante la respuesta negativa, volvían a preguntar si al menos se sabía por dónde andaba. Sobre este particular las versiones eran contradictorias.
Procurando hacer oír su cascada voz en medio de la algarabía, planteaban la siguiente cuestión: “¿Quién ha sido el último que ha visto al cerdito?”.
Los interpelados se encogían de hombros y contestaban que no tenían ni idea.
Escamados, los viejos aconsejaban a sus convecinos que tuviesen cuidado, pero su advertencia se perdía en el tumulto sin tener eco.

Read Full Post »