
Miss Le Bihan se prestó de buena gana al juego. En comparación con su predecesora, me pareció el colmo de la amabilidad.
Aunque su interés por mí fuese un tanto forzado, ello no fue óbice para que se crease un clima de cordialidad.
Un día en que, conversando en francés, la charla derivó por esos derroteros, no tuvo inconveniente en responder a preguntas de índole personal. Así supe que había estudiado lengua y literatura españolas en la universidad de Nantes. Le dije que conmigo iba a practicar bien poco ya que le estaba formalmente prohibido dirigirme la palabra en mi propia lengua.
A miss Le Bihan le brillaron los ojos. Tras un momento de vacilación, me respondió que, gracias a los puntuales informes sabatinos y a las numerosas intromisiones de mamá, su manejo del español se había consolidado. Tal vez bromeaba como parecía indicar su sonrisilla socarrona, pero, en definitiva, estaba diciendo la verdad.
Mamá encomiaba la sonoridad de la lengua francesa e incluso se vanagloriaba de entenderla y, llegado el caso, hacerse entender. Lo cual no tenía nada de extraño, aseguraba, pues había estado interna en un colegio suizo.
Lo cierto era que entre ellas, como se desprendía de los irónicos comentarios de miss Le Bihan, sólo hablaban en román paladino.
Más adelante tuve noticia de otra disposición del contrato fraguado por mamá, en la que se especificaba que las aspirantes al puesto de institutriz debían saber expresarse pasablemente en nuestro idioma.
Para evitar que se reprodujese la embarazosa situación vivida con miss Dickinson, mamá se curaba en salud.
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In illo tempore (XLVII)
Posted in In illo tempore, tagged Miss Gisèle Le Bihan, Miss Mary Dickinson on febrero 8, 2012| Leave a Comment »
In illo tempore (XLVI)
Posted in In illo tempore, tagged Miss Gisèle Le Bihan, Miss Mary Dickinson on febrero 6, 2012| Leave a Comment »

Se fue sin despedirse. La víspera de su partida la vi muy atareada. Rebosaba alegría. Lo cual, supuse, era normal, pues regresaba a su país.
Me chocó que, siendo enemiga de manifestar las emociones, anduviese de acá para allá radiante de satisfacción. Incluso me agasajó con un conato de sonrisa.
Cuando le comenté a mamá que miss Dickinson se había ido a la francesa, me respondió que había tenido que levantarse temprano para coger el avión.
A renglón seguido añadió que no pensase en eso. Ella, que estaba en todo, me proporcionaría una sustituta. Luego aspiró una bocanada de aire.
La institutriz inglesa inauguró un estilo de vida marcado por las sucesivas señoritas que ocuparon su puesto.
Dependiendo de la dificultad de la lengua en cuestión, la permanencia de las jóvenes extranjeras oscilaba entre los seis y los nueve meses.
Quedó estipulado mediante clausulas contractuales que mis preceptoras dejarían el trabajo en cuanto éste se revelase inútil. Se comprometían asimismo a mantener al corriente a mamá, a quien los sábados por la mañana debían informar de las actividades y progresos realizados por mí durante la semana, sin omitir ningún detalle por insignificante que les pareciera.
Como compensación a este férreo control, mamá, con la oposición de su marido que no participaba de su prodigalidad, se mostró espléndida a la hora del estipendio. Comprendía que las condiciones impuestas eran duras, pero si las nuevas institutrices las aceptaban, no le escocía pagar unos honorarios más altos.
Gisèle Le Bihan, una bretona morena y bajita, fue la primera en firmar ese documento.