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Posts Tagged ‘Miss Mary Dickinson’


Miss Le Bihan se prestó de buena gana al juego. En comparación con su predecesora, me pareció el colmo de la amabilidad.
Aunque su interés por mí fuese un tanto forzado, ello no fue óbice para que se crease un clima de cordialidad.
Un día en que, conversando en francés, la charla derivó por esos derroteros, no tuvo inconveniente en responder a preguntas de índole personal. Así supe que había estudiado lengua y literatura españolas en la universidad de Nantes. Le dije que conmigo iba a practicar bien poco ya que le estaba formalmente prohibido dirigirme la palabra en mi propia lengua.
A miss Le Bihan le brillaron los ojos. Tras un momento de vacilación, me respondió que, gracias a los puntuales informes sabatinos y a las numerosas intromisiones de mamá, su manejo del español se había consolidado. Tal vez bromeaba como parecía indicar su sonrisilla socarrona, pero, en definitiva, estaba diciendo la verdad.
Mamá encomiaba la sonoridad de la lengua francesa e incluso se vanagloriaba de entenderla y, llegado el caso, hacerse entender. Lo cual no tenía nada de extraño, aseguraba, pues había estado interna en un colegio suizo.
Lo cierto era que entre ellas, como se desprendía de los irónicos comentarios de miss Le Bihan, sólo hablaban en román paladino.
Más adelante tuve noticia de otra disposición del contrato fraguado por mamá, en la que se especificaba que las aspirantes al puesto de institutriz debían saber expresarse pasablemente en nuestro idioma.
Para evitar que se reprodujese la embarazosa situación vivida con miss Dickinson, mamá se curaba en salud.

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Se fue sin despedirse. La víspera de su partida la vi muy atareada. Rebosaba alegría. Lo cual, supuse, era normal, pues regresaba a su país.
Me chocó que, siendo enemiga de manifestar las emociones, anduviese de acá para allá radiante de satisfacción. Incluso me agasajó con un conato de sonrisa.
Cuando le comenté a mamá que miss Dickinson se había ido a la francesa, me respondió que había tenido que levantarse temprano para coger el avión.
A renglón seguido añadió que no pensase en eso. Ella, que estaba en todo, me proporcionaría una sustituta. Luego aspiró una bocanada de aire.
La institutriz inglesa inauguró un estilo de vida marcado por las sucesivas señoritas que ocuparon su puesto.
Dependiendo de la dificultad de la lengua en cuestión, la permanencia de las jóvenes extranjeras oscilaba entre los seis y los nueve meses.
Quedó estipulado mediante clausulas contractuales que mis preceptoras dejarían el trabajo en cuanto éste se revelase inútil. Se comprometían asimismo a mantener al corriente a mamá, a quien los sábados por la mañana debían informar de las actividades y progresos realizados por mí durante la semana, sin omitir ningún detalle por insignificante que les pareciera.
Como compensación a este férreo control, mamá, con la oposición de su marido que no participaba de su prodigalidad, se mostró espléndida a la hora del estipendio. Comprendía que las condiciones impuestas eran duras, pero si las nuevas institutrices las aceptaban, no le escocía pagar unos honorarios más altos.
Gisèle Le Bihan, una bretona morena y bajita, fue la primera en firmar ese documento.

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Miss Dickinson nos dejó por iniciativa propia. Con su brutal sinceridad comunicó que se podía prescindir de sus servicios.
No hubo peros por parte de mamá. Ambas mujeres se profesaban una aversión mutua.
La institutriz británica, cuya sequedad e inflexibilidad no suscitaban la simpatía, no sólo se negaba a secundar los proyectos de la señora, sino que no tenía reparo en echar un jarro de agua fría sobre su calenturienta cabeza. Y esto, que mamá no permitía ni a su marido, se lo tenía que consentir a una extraña en virtud de las prerrogativas de su cargo.
Su incompatibilidad se manifestaba a todos los niveles. Miss Dickinson tenía buena figura y vestía con sobriedad. Mamá, metida en carnes, tenía debilidad por los colores vivos y las telas estampadas. Miss Dickinson era la discreción personificada. Mamá era parlanchina y metomentodo. Miss Dickinson era parca en el comer y no tanto en el beber. A mamá le pasaba tres cuartos de lo mismo pero al contrario. Miss Dickinson no se casaba con nadie, pues era una mujer de férreos principios. Nunca averigüé cuáles eran los de mamá, que no perdía la oportunidad de lucirse aunque fuera a costa de incurrir en flagrante contradicción. Estaban hechas para no vivir bajo el mismo techo.
Con su decisión de marcharse, miss Dickinson solventó el problema que mamá tenía planteado, y que era justamente ése: librarse de ella.
Entornando los párpados, mamá soñaba con legiones de institutrices que me enseñarían sus respectivas lenguas. ¿No era su obligación propiciar el desarrollo de mi inteligencia y sacar el máximo partido de mis dones?

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Cuando, pocas semanas después de su llegada, miss Dickinson comunicó que estaba asombrada de mis adelantos en la lengua de Shakespeare, mamá aceptó el hecho con la mayor naturalidad.
La institutriz empezó enseñándome canciones y el nombre de los objetos corrientes, que yo memorizaba con extraordinaria rapidez, así como también sus expresiones de fastidio en relación con la comida y las costumbres indígenas.
Tener de pupilo a un niño que capta todo de inmediato, no debe ser agradable. Es difícil relajarse ante un pequeño ogro al que no se le escapa ni el detalle más nimio.
Me hago cargo de la antipatía que inspiraba a miss Dickinson. Ni siquiera podía desahogarse contando que yo era travieso o maleducado, pues mi conducta era intachable.
El sentimiento de desagrado era, en realidad, recíproco. No nos queríamos, aunque ambos tratásemos de disimularlo.
Ignoro si estuvo en mi mano ganármela. No lo intenté.
Según las reglas que impuso, pese a la estrecha convivencia, había que guardar las distancias.
En cuanto a mi instrucción, tuvo que cambiar de método. Una mañana apareció con cuadernos, libros y lápices. Iba a enseñarme a leer y a escribir en inglés.
No se privó de decirme lo que pensaba al respecto. Le parecía una burrada. Las actividades apropiadas a mi edad eran los juegos, pero ella había agotado su repertorio. Así pues, se veía obligada a emplear otra técnica más efectiva.
Yo contemplaba embelesado los cuadernos y libros que había colocado en la mesa. Estuve a punto de responder, si bien me contuve a tiempo, que estaba de acuerdo con ella.
Pero miss Dickinson no buscaba mi aquiescencia. Le habría dado igual que me mostrase encantado con esa idea. Y no iba a confesarle que estaba hasta la coronilla de sus juegos y de sus canciones.
Como era normativo no manifestar las emociones, a ello me ceñí y no hice ningún comentario.

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El reconocimiento de mi portentosa facilidad para aprender idiomas tuvo lugar oficialmente el día de mi cuarto cumpleaños.
Mamá se había empeñado en contratar los servicios de una institutriz británica que cuidase de mi educación. Ella había tenido una y, aunque su inglés era macarrónico, ensalzaba los beneficios lingüísticos derivados de crecer a la sombra de una miss seria, enjuta, de ojos claros y cabellera lacia, que así es como recordaba a la suya.
Había que buscar a una miss que no hablase español, para que mis progresos en inglés fuesen más rápidos.
A papá le pareció bien la idea. Legitimada con su beneplácito, mamá se dedicó a consultar agencias y a contactar con personas enteradas; todo lo cual se traducía en largas horas colgada del teléfono. Cuando no estaba haciendo gestiones, invitaba a merendar a sus amigas y, tarde o temprano, sacaba a colación este asunto que, según confesaba, tantos quebraderos de cabeza le estaba dando.
Se convirtió en una asidua del consulado de Su Graciosa Majestad en Sevilla. En el norteamericano no puso los pies, pues tenía claro qué clase de acento quería para mí.
Sus esfuerzos se vieron recompensados. Un día apareció una muchacha delgada, más bien alta, melena lisa hasta los hombros, ojos de un azul desvaído tirando a gris, piel blanca y dedos largos. Reunía casi todos los requisitos exigidos: severidad, hieratismo, buenos modales y una ignorancia supina de la lengua española.
Había un único inconveniente: era demasiado joven. Mamá esperaba una miss de más edad.
Miss Mary Dickinson demostró sin lugar a dudas que no era necesario ser una cuarentona para hacerse respetar por un crío o por un adulto en el caso de que cualquiera de los dos se extralimitara.
La contemplo con la maleta y el bolso de viaje a su lado, de pie ante mamá, sentada en el canapé de raso rosa que engalana el salón del mismo color donde decidió recibirla.
Está de espaldas a mí, escuchando el discurso de bienvenida que mamá ha preparado.
Pero su memoria flaquea y a los pocos minutos se enreda.
Miss Dickinson, para ayudarla a salir de apuro, le hace una pregunta. Mamá dice “sorry”. Mi flamante institutriz, esmerándose en la pronunciación, repite la pregunta. Mamá sigue sin comprender.
Finalmente, miss Dickinson le tiende unos papeles a cuyo estudio mamá se aplica.
Mientras la señora está absorbida en la lectura, mi preceptora vuelve la cabeza y me mira de hito en hito. “Pian, piano” emprendo la retirada.

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