Carmen, encogida en un rincón, jadeaba como un perrillo asustado. Ella era muy sentida y vivía los sucesos, incluso los más nimios, intensamente.
Ella y María habían observado cómo la luz que entraba por la tronera del torreón, modificaba su recorrido.
−Se acerca el momento –dijo María.
Carmen no repuso nada.
−Se acerca el momento –repitió María−. Es nuestra oportunidad. Levántate y deja de lloriquear.
La respiración de Carmen era anhelosa porque estaba recordando, o más bien reviviendo, historias del pasado. Ella intuía también la proximidad de ese momento. No obstante, sus palpitaciones las provocaban esos viejos episodios que acudían a su memoria.
Al contemplar a María en tensión, volvió a la realidad. La ocasión se presentaría pronto y Dios sabe cuánto tiempo tendrían que seguir esperando si no la aprovechaban.
Su corazón latió más de prisa. Se levantó y permaneció recostada contra el muro, mirando fijamente la abertura. Algo se removió en su interior.
María, flaca y desmelenada, sostenida por su fuerza de voluntad, declaró:
−Conmigo no pueden ni las diez plagas de Egipto.
Era una bravuconada. Ella estaba allí porque sus constantes vitales se habían desactivado y había sufrido un terrible retroceso. A veces se revolvía contra su amiga y la zamarreaba. Pero Carmen no le guardaba rencor por estos arranques.
Las dos querían salir de allí. Carmen se dirigió al punto asignado. Tenía que estar atenta y preparada.
Un rayo de sol barría los sillares milímetro a milímetro.
Disimulado en los bloques de piedra, había un dispositivo. Una vez que fuera iluminado, dispondrían de escasos minutos para identificarlo y accionarlo.
María entonó una canción marinera sobre un barco que cruzaba el mar. Las embestidas de las olas y los crujidos del maderamen eran el tema del estribillo.
Carmen pensó en las nubes y en la lluvia que se abatía sobre el barco mientras avanzaba impertérrito. Y sintió añoranza.

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.