Un hombre atormentado fue a ver a un chamán. Éste le pidió que expusiera sus males todas las veces que fueran necesarias hasta encontrar el tono y la expresión adecuados a su relato. Una vez dicho esto, el chamán se limitó a escuchar.
El hombre por sí solo debió deshacer los nudos, limpiar la broza y desarmar los cepos que obstaculizaban el paso de las palabras.
Fue el momento más difícil. A menudo, su voz se quebraba, se debilitaba, moría.
En cuanto al chamán, no sólo permanecía callado, sino que daba la impresión de estar ausente.
Esta angustia duró una eternidad.
Cuando el hombre regresó a su hogar, estaba curado. La historia que contó a sus convecinos acababa así: “El chamán no admite dinero ni regalos. Cuando considera resuelto el problema, se levanta, te cede su sitio y se va”.
Ante la mirada atónita de sus oyentes, añadía: “También yo me quedé desconcertado viendo cómo se alejaba con su “kikitut” de marfil en la mano”.

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